De la violencia y otras costumbres

Dibujo de Augusto Rendón

Por Fabio Martínez

Después del ho­locausto de 1945, que dejó -entre otras atrocidades-un saldo de seis millones de judíos muertos, la re­construcción físi­ca y moral de Eu­ropa fue una tarea inaplazable para el continente. La humanidad había tocado fondo. El espectro de la muerte se había extendido de España a la Unión Soviética, y no quedaba otra solución para el Occidente, que detener­la. Los intelectuales, con Jean Paul Sartre a la cabeza, que participaron en la resis­tencia francesa y la defensa de París, em­pezaron a interrogarse acerca de la rela­ción entre el ser y la nada, y Sartre, des­pués de superar el período existencial de La náusea, empieza a establecer la rela­ción entre la imaginación, la sociedad, y la libertad del individuo; Bachelard, opo­ne al pesimismo de los filósofos generado por la guerra, una actividad onírica feliz, que él relaciona con el ánima, del que hablaban los griegos, y empieza a escribir las famosas poéticas del espacio, del fue­go, del agua y de los sueños, denunciando a los germanistas pedantes y proclives al fascismo y a los "fósiles lingüistas"; con su "cancerización geométrica del lenguaje"; Pablo Picasso pinta el famoso Guernika, como una reacción contra la barbarie y la muerte.
Pero es Georges Bataille, que ante las consecuencias síquicas que deja la guerra, y ante un continente devastado que no salía del estupor y el escepticismo, quien empieza a preguntarse sobre la muerte. Para Bataille, la derrota de la muerte em­pieza en el momento mismo en que co­menzamos a pensar seriamente en ella. La reflexión sobre ella implica romper con el culto que le rinden los que diariamente la animan desde las sillas del poder o de la trinchera, y a nombre de la paz; pensar sobre ella es empezar a romper con su tabú, y descubrir el velo de miedo y de terror que siempre nos indica la presencia física de un cadáver. Un cadáver -dice Bachelard- no es nada; es un objeto que desde un comienzo está marcado por el signo de la nada; para nosotros que sobrevivimos, ese cadáver que nos amenaza con su purulencia, nos aterra porque nos recuerda que un día vamos a desaparecer. Y Bataille, como hermeneuta del pensa­miento, se hunde en las raíces del problema, y a partir del estudio de la obra del Marqués de Sade, llega a una serie de conclusiones claves para que los hombres detengamos la muerte violenta y luche­mos, así esto nos suene a tautología, por la vida. La naturaleza -dice Bataille- es en esencia violenta y agresiva. El hombre, a través del trabajo, de la ciencia y la tecno­logía ha tratado de amansarla; pero siem­pre se le han escapado dos cosas, que se han ido en su contra: el erotismo y la muerte. El ser humano ha tratado de dominar la naturaleza, pero ésta siempre se ha salido con la suya.
Entre un ser y otro -continúa el intelec­tual francés- siempre hay un abismo, una discontinuidad. Lo único que los une es la fascinación del sexo y la vertiginosidad de la muerte. La violencia, como círculo vi­cioso de una sociedad, pertenece al domi­nio de la violación. Y aquí es donde Batai­lle hace una lectura interpretativa de la obra del Marqués de Sade para decir algu­nas verdades de a puño, que todavía hoy resuenan en nuestro espíritu: la muerte hace parte de la vida, pero la vida no es sólo la negación de la muerte sino su condenación, su exclusión. La corrupción viene después de la descomposición de los cadáveres. La muerte no hay que defenderla; ella se defiende sola; ella tiene sus propias armas de defensa. Lo que debemos defender es la vida.
Bataille siempre tuvo la idea de que el pensamiento de Sade era una aberración, pero en medio de ese ideal oscuro que persiguió el Marqués a través de sus escritos, reconocía también que en la paradoja: placer sexual-muerte, o violencia-muerte, se revelaba una profunda verdad para los hombres.
No hay un libertino anclado en el vicio que no sepa que el asesinato pertenece al imperio de los sentidos, decía Sade. No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que ligarla a una idea libertina. Y Bataille concluía en su famoso libro l’érotisme (1957) que la única manera de superar la violencia y la muerte, como formas bárbaras de la naturaleza humana eran el respeto a la ley, el derecho al trabajo, y el respeto a la diferencia; es decir, el derecho de los seres humanos a la vida, respetándose mutuamente.
Después de George Bataille, vendrían Edgar Morin y Phillippe Ariés, que partiendo de la misma preocupación que había dejado el horror de la guerra, se dedicaron por separado y durante dos décadas al estudio de los estilos de inscripciones en las tumbas y cenotafios de los cementerios de París, al desplazamien­to de los cadáveres que se hacían con frecuencia a comienzos de siglo debido al crecimiento de la ciudad, al estudio de las tumbas comunes, y a la interpretación de los testamentos, llegando a interesantes conclusiones que se publicarían en 1975 y 1977, respectivamente, en los libros; Essais sur l’histoire de la mort: du moyen age á nos jours (Ensayos sobre la muerte: de la edad media a nuestros días) y L’homme devant la mort (El hombre ante la muerte).
Pienso que todos estos estu­dios contribuyeron de alguna manera para que el hombre detuviera la muerte violenta o por lo menos la exorcizara, y pensara seriamente en crear un mundo feliz, a decir de Aldoux Huxley, o por lo menos más humano. Pero esta mara­villosa idea ha sido puesta en cuestión después de lo que ha pasado en Bosnia, en el Medio Oriente, en Guatemala, y lo que pasa actualmente en Co­lombia.
Sé que al día siguiente de que aparezca esta reflexión en el Magazín, muchos intelectua­les colombianos van a decir­me que estoy exagerando al poner a Colombia al lado de Bosnia y de Guatemala. No voy a traer aquí a cuento las estadísticas que por muertes violentas se producen diaria­mente en Colombia; las ate­rradoras cifras se pueden leer en el libro De la violencia y otras costumbres, de Víctor De Currea-Lugo, que me llevó a hacer esta reflexión. Lo que sí debo decir aquí es que la vio­lencia como trabaja en el te­rreno del miedo y del terror crea ese tipo de mecanismos de defensa que hace que la gente la trate de olvidar, de escamotear, la minimice, se acostumbre, y hasta con­viva sin darse cuenta, como un matrimo­nio mal avenido, con ella. La violencia y la muerte tienen sus propias defensas y la más sutil de todas, y que le permite repro­ducirse sin problemas, es que hace que las personas -así sean cultivadas- las traten de minimizar. La violencia es tan podero­sa que produce en la gente mecanismos de amnesia, lagunas de memoria, mien­tras ella sigue vivita y coleando haciendo su trabajo desde la oscuridad. Por esta razón, fue justamente tan importante el trabajo que hicieron Bataille, Morin y Ariés; porque a pesar de la depresión y el escepticismo que produjo un paisaje de muertos como fue la segunda guerra, no se dejaron contagiar. No sé por qué tengo la impresión de que en Colombia, de unos años para acá, todos estamos contagiados de una u otra manera por la violencia. Y este s, precisamente, otro de los mecanismos de esta oscura dama, que está haciendo estragos en el país. La violencia por naturaleza es contagiosa, es enceguecedora, y en la mayoría de los casos, hace enmudecer. Me da la impresión de que los intelectuales y académicos del país, al contrario de otras épocas, hemos estado en los últimos cinco años más preocupados por aprender inglés a través del tiempo y conectarnos por internet que por pensar el país. De ahí, la necesidad de volver a reflexionar sobre la muerte, como una manera de continuar el camino que abrió Bataille, y así tomar la distancia que se merece esta práctica perversa.
Pienso que es en esta direc­ción donde se ubica el libro de reportajes y entrevistas, del médico y periodista Víctor De Currea-Lugo. Si bien es cierto, su obra no es un libro de reflexión como lo fueron en su época las obras de los auto­res franceses, es un texto que nos invita a la reflexión a tra­vés del testimonio vivo de los protagonistas marginales de este país, que han sido vícti­mas de la violencia. Cuando hablamos de violencia no sólo nos estamos refiriendo a la violencia armada, que se ha convertido en una enferme­dad terminal en Colombia, donde los protagonistas del conflicto, ya sean guerrilleros, narco-guerrilleros, militares o para-militares (en el fondo, hay algo en común que los une) hacen de las suyas, sino a la violencia cotidiana que se ejerce en las ciudades contra el que es distinto, o el que piensa distinto, la mujer, el transeúnte, el anciano, el jo­ven desempleado, el desplazado y el homosexual. El libro de De Currea-Lugo es una radio­grafía de un país enfermo de tanta transgresión, tanta vio­lación y tanta muerte. Una obra que ningún colombiano hubiera deseado siquiera so­ñar, pero que a fuerza de que la muerte se convierta en una costumbre cotidiana -como lo dijo algu­na vez García Márquez-, nos invita a re­flexionar, como lo hicieron en su tiempo George Bataille, Edgar Morin y Phillippe Ariés. Los dieciocho reportajes y entrevis­tas que conforman el libro de De Currea-Lugo, son una manera de tomar distancia frente a la muerte, y empezar a romper con el culto desmedido que le vienen rin­diendo los sicópatas de la guerra.