Tomás Carrasquilla |
Por Fabio Martínez
El cuento moderno en
Colombia se inicia en 1897 con “A la diestra de Dios padre” de Tomás
Carrasquilla, publicado en el periódico El
montañés de Medellín. Antes de Carrasquiilla, en el país existió una
tradición narrativa sustentada en las crónicas etnográficas consignadas en el Diario de Cristóbal Colón, en El carnero de Juan Rodríguez Freire y en
las Historias Generales de Indias
escritas por los conquistadores y misioneros españoles de la época. Pero es a
partir del escritor antioqueño, que este delicioso género literario, se fue
consolidando a lo largo del siglo XX, logrando crear una tradición cuentística
en el país. Tradición, que hoy es una de las más ricas y representativas dentro
de la literatura hispanoamericana.
Después de “A la
diestra de Dios padre” vendrán los cuentos “La tragedia del minero” de Efe
Gómez, “Que pase el aserrador” de Jesús del Corral y “En la hamaca” de José
Félix Fuenmayor, quienes fueron allanando el camino para que en el país
pudiéramos hablar por primera vez de una cuentista literaria que se
diferenciaba de la crónica costumbrista de la época.
En este camino hay
que mencionar importantes nombres de la literatura como Hernando Téllez , Adel
López, Elisa Mujica y Jesús Zárate Moreno..
Pero es en los
albores de la década del sesenta que el cuento en Colombia cobra todo su vigor
en textos magistrales como “La venganza” de Manuel Mejía Vallejo. “La siesta
del martes” de Gabriel García Márquez, “El día que terminó el verano” de Carlos
Arturo Truque, “Todos estábamos a la espera” de Alvaro Cepeda samudio, “Los
infiernos del jerarca Brown” de Pedro Gómez Valderrama y “La noche de la trapa”
de Germán Espinosa.
Los años sesenta
representaron para el país la mayoría de edad de nuestra literatura, pues fue
en esta década que nuestras letras rompieron con su carácter insular, y pasaron
a dialogar con la literatura hispanoamericana y del mundo.
Los años setenta
fueron fructíferos en la producción de este género, que pese a que tiene una
tradición y un sustento en la cultura oral y popular, sigue siendo ninguneado por las editoriales
comerciales. Aquí es necesario detenernos en jóvenes escritores, que dedicaron
sus primeros cuentos, a la relación compleja que existe entre el campo y la
ciudad, y a la irrupción de lo urbano en el ámbito de la literatura. Aquí la
lista de cuentistas es amplia. Señalemos sólo algunos títulos emblemáticos de
la época: Son de máquina de Óscar
Collazos, Bahía sonora de Fanny
Buitrago, Las muertes de Tirofijo de
Arturo Alape, Marihuana para Göering
de Ramón Illán Bacca, El festín de
Policarpo Varón, La ternura que tengo
para vos de Darío Ruíz Gómez, Tu
sangre, muchacho de Germán Santamaría , Lo
amador de Roberto Burgos Canmtor , El
extraño y otros cuentos de Nicolás Suescún, Las alabanzas y los acechos de Fernando Cruz Kronfly, Cuentos del parque Boyacá de Gustavo
Álvarez Gardeazábal, Alquimia popular
de Marco Tulio Aguilera Garramuño, El
demonio y su mano de Armando Romero, Las
primeras palabras de Carlos Orlando y Jorge Eliécer Pardo, Sueño para empezar a vivir de Alonso
Aristizábal, A la orilla del trópico
de Milciades Arévalo, Ajuste de cuentas
de Hernán Toro, Cosas de hombres de
Jairo Mercado, Bomba camará de
Umberto Valverde y Olor a lluvia de
Luis Fayad.
En los años ochenta surgen
nuevos cuentistas en el país, que reconociendo la importancia del “boom”
literario latinoamericano, buscan diferenciarte de éste, reiventando el
lenguaje y proponiendo novedosas temáticas que pertenecen al universo
propiamente urbano. Esta generación tuvo el privilegio de vivir su adolescencia
en los años sesenta, que estuvieron marcados por la utopía revolucionaria, la
música (rock y música caribeña) y la literatura latinoamericana. Entre los
escritores de esta generación, que aún sigue activa, podemos mencionar a
Consuelo Triviño, Julio Olaciregui, Eduardo García Aguilar, Roberto Rubiano,
Sonia Truque, Germán Cuervo, Juan Diego Mejía, Julio César Londoño, Alfredo
Vanín, Lenito Robinson, Ana María Jaramillo, Triunfo Arciniegas, Magil, Guido
Tamayo, Eduardo Delgado, Harold Kremer y Evelio Rosero. Amén de Andrés Caicedo,
que a los veinticinco años, había leído y bebido todo, y luego se suicidó.
En los años noventa,
el fenómeno de la globalización y el mundo virtual, cambiaron profundamente las
relaciones de los lectores con la lectura y la escritura. De la magalópolis
caótica y desordenada latinoamericana pasamos a la llamada “aldea global”. De
la relación directa entre el lector, el libro y la lectura, pasamos al imperio
mediático, que con su poder omnímodo, generó un discurso egotista y mimético
donde la vanidad y la frivolidad están a la orden del día. A pesar de que la
literatura venía de una tradición milenaria, de una u otra manera, se vio
afectada por estos cambios tecnológicos, donde, a decir del poeta León de
Greiff, “todo no vale nada si el resto vale menos”.
La generación de los
jóvenes del noventa tuvo que ajustarse a este nuevo paradigma virtual, y para
resistir al imperio mediático, que todo lo homogeniza, comenzó a expresarse en blogs y portales culturales, que le
salían al paso al discurso de la banalidad y la estulticia. Esta nueva pléyade
de jóvenes cuentistas, sabiendo que viven en la nueva torre de Babel, luchan
con su literatura, por darle una continuidad a una tradición, que cada día está
amenazada por la tiranía fragmentada que impone la ley del zapping. Entre estos
jóvenes cuentistas, podemos destacar en Colombia a: Lina María Pérez, Orlando
Mejía, Leidy Bernal, Alejandra Jaramillo, Octavio Escobar, Humberto Senegal,
Lucía Donadío, José Zuleta, Flaminio Rivera, John Junieles, Emiro Santos,
Ángela Rengifo, Rodolfo Villa, Alejandro López, Óscar Osorio, Alexander Prieto
y Samuel Serrano, el vidente.