El viajero y la memoria (Ensayo, 2000)


De El viajero y la memoria de Fabio Martínez (Primer Premio Latinoamericano de Ensayo «René Uribe Derrer», Medellín, 1999) publicamos el capítulo: «La pirámide y el laberinto».

La pirámide y el laberinto

Después de la muerte de Simón Bolívar (1830), la perspectiva del viaje inaugurada por Colón se viene desarrollando en la cultura colombiana, creándose una corriente permanente de fugas y desplazamientos, que hoy a ciento setenta años de su muerte, y adpuertas  del siglo XXI, no se detiene.
Con la muerte del libertador por el río que significó para el país la imposibilidad de crear un proyecto nacional, parece ser que algo se rompió en nuestra cultura, dando pie a la búsqueda de nuevos espacios y cartografías, y a las fugas permanentes de identidad en busca de nuevos campos del espíritu.
La disyuntiva de nuestra cultura siempre ha oscilado entre la incapacidad real de asumirse como tal, o mimetizarnos en los modelos impuestos desde afuera. En 1830, después del proceso de independencia con España, tuvimos la oportunidad de crear un nuevo espacio geo/político, pero esta posibilidad se vino a pique debido a las guerras civiles, a la lucha ciega por el poder, y al deseo inconsciente de reproducir al interior de nuestras fronteras el modelo binario heredado de Colón.
La ingenuidad de nuestra cultura ha consistido en querer mirarnos en el espejo del otro, sin comprender que el otro nunca ha tenido el mínimo deseo de mirarse en el nuestro. Después de la liberación con España, parece ser que nos quedamos huérfanos, como los personajes Fabricio Ele o Mambrú; y en vez de construír un nuevo mundo, reproducimos una cultura binaria, que iría a dar pie a una confrontación permanente al interior de nuestras fronteras. El enemigo ya no era el que venía de afuera, el colono, el invasor; sino que estaba adentro, entre nosotros. Colombia y América latina se liberaron del dominio luso-español pero el demonio -para que utilicemos una metáfora faustiana- se quedó entre nosotros. Esto diseñó, como lo vimos en el primer capítulo, una cultura de la violencia que permanentemente ha socavado la posibilidad de construcción de un Estado de Derecho, y por tanto, una República.
Pero la orfandad, como es sabido, duró muy poco, y el espacio dejado por los españoles fue enseguida cubierto por los Estados Unidos de Norteamérica. A partir de este momento, hemos oscilado entre el hecho de reconocernos como una cultura mestiza, es decir, como hispano-afro-americanos, o la admiración y mimetismo a la cultura norteamericana, que es completamente distinta a la nuestra. Esto es lo que hemos venido llamando como exotismo. Ante el rechazo y la no identidad con nuestra cultura, lo más fácil es reconocerse con lo lejano, y lo extraño. Por esto, nuestra cultura no es sólo mestiza, sino ambigua, y discontínua. Ahí residen nuestras virtudes y nuestro talón de Aquiles. De Colón a Bolívar -nuestros personajes históricos-, de Silva a Barba Jacob -nuestros escritores-,siempre nos hemos movido entre la posibilidad de asumirnos como tal o venderle el alma al diablo; siempre hemos vivido entre el hecho de aceptar una cultura piramidal europea que socavó la estructura piramidal precolombina, o la cultura del laberinto propia de Estados Unidos; entre una concepción vertical y opresora que impone la pirámide o una concepción horizontal y sin salida que determina el laberinto; entre la retórica legada por los españoles o la cultura de la imagen de los norteamericanos; es decir, entre la metáfora que crea paradigmas, o la metonimia que engendra los viajes, las fugas y la evolución. 
Según Thérien, la cultura europea con sus instituciones como la iglesia, la monarquía, y posteriormente el parlamento, se constituye en civilización a partir de un punto absoluto, que se le puede llamar el origen (con lo problemática que implica esta categoría), conformando así una representación jerárquica y vertical, cuya forma gráfica más cercana es la pirámide. La iglesia, la monarquía, y el parlamento se constituirán en el lugar mismo de elaboración de una cultura, de su mantenimiento y difusión. Ese lugar está concentrado en la punta de la pirámide, a través de diversos poderes jerárquicos (verbigracia, el poder ejecutivo, legislativo y judicial) y la cirulación de la cultura se hace verticalmente de arriba a abajo bajo la forma de la enseñanza, de la ejemplificación y ritualización.
Cuando utilizamos el término “cultura” lo entendemos en la perspectiva de que ésta es un sistema de representación que mantiene al interior de la sociedad un imaginario con sus formas y valores simbólicos específicos. Es al interior pues de esta cultura piramidal donde se pueden reencontrar los seres sagrados, Dios, el rey, el papa, y el presidente que son a la vez el origen y contenido de la transmisión de la cultura. El conjunto de otras instituciones como el parlamento, el poder legislativo, la justicia, y un poco más abajo, la educación, que sostienen la pirámide, asegura la permanencia y la defensa de lo que aquí llamamos “civilización”.  Como este poder se encuentra en las manos de los hombres que son mortales y no duran toda la vida, la transmisión de la cultura está asegurada a través de la continuidad de las descendencias generacionales.
La cultura del Antiguo Mundo cobró cuerpo con el monumento, con la forma sólida, y la arquitectura es ciertamente su dominio privilegiado de representación: ciudades, catedrales, palacios, fortalezas, prisiones, mercados, teatros, universidades, etc., que se han convertido en la representación de la cultura y al mismo tiempo en agentes de su transmisión y permanencia. Todos estos monumentos son, por tanto, los jalones en la historia, historia de una dinastía,  del movimiento del fervor religioso, del poder político, de la riqueza económica, y de una seguridad  y confort  en la vida cotidiana. En lo más bajo de la pirámide se encuentra el último destinatario de los bienes de la cultura y de la civilización: El pueblo.
La pirámide también fue una representación de las culturas precolombinas más avanzadas, cuyo cuerpo se manifestó en la arquitectura y el monumento. Las pirámides de los Aztecas y los Mayas, la ciudadela de Machu Pichú de los Incas, la “ciudad perdida” de los Arhuacos, en Colombia, y las esculturas en la Isla de Pascua, son una representación del carácter vertical y jerárquico, que imponían los jefes indígenas, ayudados por sus brujos, médicos y guerreros. La cordillera de los Andes, que se bifurca en forma de tríada, en nuestro pais, sugiere la pirámide como representación de una cultura. En la parte más baja de la pirámide estaba el pueblo.
Una de las diferencias entre la pirámide del Viejo Mundo y del mundo precolombino radica en el hecho de que en esta última el intercambio funcionaba a partir del trueque de mercancías, conservando de esta manera la solidaridad entre la tribu, y las formas comunitarias de relación entre sus individuos. Esto significa que mientras en el Viejo Mundo podemos hablar de clases sociales claramente definidas, en el mundo precolombino encontramos castas. Este último tipo de relaciones se vendrá al traste cuando se introduzca el dinero como valor absoluto de todas las relaciones; entonces ya no hablaremos de la pirámide como forma de representación de una sociedad, sino del laberinto o la ley de la selva, donde se conoce la puerta de entrada pero nunca la de la salida; donde no hay paradigmas definidos, y  para conquistar algo que generalmente es la imagen mimética del vacío se tienen que recorrer miles de kilómetros dentro de esa infinita línea horizontal que es la llanura prosaica.
Este ha sido el gran dilema de las culturas. Aceptar la representación opresora y jerárquica de la pirámide o errar sin derrotero fijo por el laberinto; entre reconocerse en la metáfora que genera paradigmas o aceptar la metonimia que genera desplazamientos. La encrucijada cultural ha consistido entre reconocerse con la montaña mágica o aceptar la llanura prosaica.   
La representación del laberinto implica por oposición al modelo vertical del Viejo Mundo, la dispersión sobre el territorio y el errar en éste, muchas veces en múltiples direcciones, y sin un derrotero fijo. La cultura del laberinto nace en América del Norte como una clara diferenciación al modelo piramidal europeo. Su modelo ya no tendrá como paradigmas los monumentos greco-romanos, la novela de El Quijote, o la copia fiel de las catedrales góticas y barrocas. El laberinto quiere que el sujeto se despliegue dentro de ese vasto territorio que es América del Norte, y explore en los diversos espacios de “libertad” que ha decidido probar. Sus valores ya no están representados en la lealtad a Dios, al rey o al papa; la suma de valores se ha convertido en uno solo, en un sentido de valor absoluto, y este sentido de valor absoluto con el que se pueden comprar todas las mercancías del mundo es el dinero. El dinero pues ha reemplazado a Dios. La libertad del individuo en el laberinto es también un valor importante, pues es el derecho de vida o muerte sobre sí y sobre los otros; es el derecho absoluto a escoger lo que se cree que es bien; libertad de escoger, de cambiar e intercambiar. Dicha libertad que crea una ilusión de igualdad está condicionada de todas maneras por la posibilidad de tener acceso al consumo, es decir, por la posibilidad de posesión del símbolo más importante que ha creado la sociedad norteamericana. Por esta razón, Estados Unidos es el país de la libertad... del mercado.  
Así, la cultura se presenta como un régimen de contigüidades y escogencias múltiples. En la gran llanura norteamemericana siempre se puede encontrar cualquier objeto de valor al lado de una chuchería. Una réplica de la Mona Lisa se puede encontrar en un mercado de las pulgas al lado de las bragas de Madonna; El Quijote de Cervantes tiene el mismo valor en una librería de segunda que los best sellers  de Faith Pop Corn; la gastronomía francesa, china o mexicana sufren ese curioso proceso de hamburguización con papas fritas; el Minotauro de la violencia de las grandes ciudades se pasa en diferido por la televisión; las religiones tradicionales compiten con el sinnúmero de sectas en los suburbios marginales de las capitales; la historia de Napoleón o de Eva Perón se pueden convertir en un music-hall de Broadway. Aquí lo que importa no son los objetos y su representación simbólica en la cultura, sino el grado de mimetismo, de simulación, de clonación, y el valor de cambio que posean. El arte clásico fundado sobre cánones precisos se puede confundir  en un momento dado con el pop, el kitsch, o el rap de los suburbios de Nueva York.
Uno de los aspectos más importantes de esta cultura radica paradojalmente en la abolición del espacio y las fronteras, por el poder omnipresente de la imagen. Como en la novela futurista de George Orwell, las cámaras de video se encuentran vigilantes hasta en los baños públicos. Si la invención y la retórica fueron importantes en las culturas piramidales, en las culturas laberínticas la imagen se convertirá en el ojo censurador del Big Brother. Si en las culturas piramidales la literatura tuvo un gran valor, en las culturas laberínticas la imagen tendrá un poder totalizante. La imagen, que es  la ilusión del ver, y se inició con el cine, la televisión, y ahora con la internet. La imagen, que paradójicamente neutraliza la errancia en el laberinto, o mejor, paraliza al individuo en el laberinto de la contigüidad que crea la ráfaga violenta e intermitente de las imágenes sobre la pantalla .
El descubrimiento del Nuevo Mundo va a poner en cuestión la cultura piramidal precolombina y a intentar imponer el modelo piramidal europeo; posteriormente, este último va a ser cuestionado por las luchas de independencia del siglo XIX; hasta que es a partir de la muerte de Bolívar, que se irá imponiendo en nuestro espacio el modelo horizontal del laberinto.
Es a partir del viaje de Bolívar por el río, que se abandona para siempre el modelo legado por los antepasados, se intenta crear una República, y ante la permanente contingencia generada por los cambios de constituciones, de nombres, y de las guerras civiles, se abre definitivamente la puerta del laberinto.