Julio Cortázar: el mejor saxo alto

Julio Cortázar

Por Fabio Martínez

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto. Los recuerdos, como dice Johnny Carter, son siempre un asco. Pero ustedes saben, Johnny es dema­siado pesimista. (Tan pesimista que murió a los treinta y cinco años, mientras miraba un programa de TV en Nueva York.) Así que hay que contar, pues al fin de cuentas, no vamos a hablar de Johnny (para eso está la biografía de Bruno V., que ha sido todo un éxito, traducida en todos los idiomas) sino de alguien muy cercano a él, que como Johnny y tantos músicos que han muerto jóvenes como los pájaros, sacudió a toda una generación que quería rom­per con la norma y buscar nuevos caminos.                  
Se trata de Julio Cortázar, el mejor saxo alto que ha tenido la literatura hispanoamericana en los últimos tiempos, y murió una mañana fría de febrero de 1984.
El hombre, ahora, se ha ido. De él quedan sus libros y sus leyendas. Que cuando llegó a París, además de traductor tuvo que realizar toda suerte de trabajos divertidos; que sufría de acromegalia (una enferme­dad que solo les da a los genios) y por esa razón cada año crecía de tres a cinco centímetros; antes de morir tenía la orden de internarse en un hospital de la ciudad, pero él se resistió.
Quizá, lo más importante que que­da de Cortázar, aquél nombre tierno que desguazaba las erres españolas con la naturalidad de un galés, es el influjo que con sus libros y su vida tuvo para nuestra generación. Cortázar fue para nosotros el gran impulso, el misil literario donde se mezclaban fuerza, vitalidad, música, juego y experimentación en el lenguaje.
Recuerdo que después de 1963, cuando la Editorial Sudamericana de Buenos Aires publicó aquél experi­mento literario, lleno de mixturas y secuencias múltiples narrativas, lla­mado Rayuela, escrito bajo el doble influjo musical del bebop y el tango, los artistas y pichones de escritores latinoamericanos hacían su maleta y, con un ejemplar metido en la mochi­la, se iban a París en busca de la Maga. En París, en aquellos tiempos, cada caminante latinoamericano era un Horacio Oliveira bebiéndose la vida por los muelles del Sena.
Después vino la generación de los setenta, qué salió expulsada por las dictaduras militares del Cono Sur; desde París, Cortázar se preguntaba que había pasado con todos aquellos jóvenes escritores que, influenciados por sus libros, mantenían con él una nutrida comunicación epistolar y ahora los habían silenciado, tortu­rado o desaparecido. Entonces, la música cambió en París y en el Metro se empezaron a escuchar flau­tas, tambores y quenas, que venían de los Andes sudamericanos.
Fue una época dura donde Rayuela cedió su puesto de una manera discreta y los jóvenes latinoameri­canos leían en los parques de la ciu­dad 62: Modelo para amar y El libro de Manuel.
Pero en 1981, cuando François Mitterrand llegó al poder, la música volvió a coger el ritmo de influencia afro-americana y del Caribe que había quedado en punta cuando Dizzy Gillespie, el hermano gemelo de Charlie Bird Parker, invitó a tocar al percusionista cubano Chano Pozo, a quien «lo partieron de un balazo en Harlem, en vísperas del día de Santa Bárbara, el año que tocó con Gillespie por primera vez».
Cortázar llegó a París en 1951, cuando Dizz y Bird, los creadores del bebop, se oían en Saint Germaín des Près (luego, el jazz se mudó a La Montaña Mágica, en Montmartre).
Treinta años más tarde, y en plena fiesta socialista, desembarcamos la tercera generación del Club Cronopio, con Rayuela en la mochila y cada uno intentando ser, como las generaciones anteriores, el Horacio Oliveira en busca de la Maga.         ;
De aquél desembarco recuerdo, algunos nombres: Manuel Scorza, Osvaldo Soriano, Emma Reyes (que venía de los años sin cuentas), Plinio Apuleyo Mendoza (que venía de los setentas), Julio Olaciregui, Darío Morales, Gustavo Reyes, Alfonso Díaz, Saturnino Ramírez, Gemán Cuervo y Gustavo González Zafra.
Y en medio de aquella fiesta se produjo toda una mélange que vibraba en la Maison de Radio France, en las boites de París como La Chapelle des Lombards, y en los pasillos del Metro, donde se escuchaban des­de las big bands, que seguían vinien­do desde Estados Unidos, hasta Felá Ransome Kuti y su saxo tenor que venía de África, Mongo Santamaría, Patato Valdés, Miltón Nascimento, Mario Guacarán y su arpa llanera, Irakere de Cuba, Totó la Momposina y la cumbia colombiana.
De esta última generación, algunos tuvimos que descolgarnos hasta el Metro y convertirnos en músicos (en aquellos tiempos éramos ambiciosos); cumplíamos aquellos itinerarios cícli­cos y fragmentados que se producen entre una estación y otra, y que habíamos aprendido en Rayuela. Hasta que se produjo la metamorfosis perfecta: del Horacio Oliveira pasamos a convertirnos en el Johnny Bird Carter, el saxofonista de El perseguidor.
Y allí, los músicos y escritores que vivíamos metidos veinticuatro horas en el Metro, pudimos entender lo angustiante que es cuando uno pierde su instrumento en las escaleras y no hay dinero para reponerlo; la historia de los campos llenos de urnas, y uno tratando de buscar una; el asunto de las estrellas azules y su eso­térica relación con el ajenjo, y aquel problema del tiempo, cuando una historia que en las calles de París dura normalmente quince minutos, en el Metro, entre Saint Michel y Odeón, dura exactamente minuto y medio.
De aquellos años tengo depositada en mi caja negra múltiples y frag­mentadas imágenes, que aún hoy, a veinte años de la muerte de Cortázar, no sé cómo contar. Recuerdo los bai­les en Raspail y en los talleres de La Bastille y Alexander Dumas, de los pintores Saturnino Ramírez y Alfonso Díaz; el accidente fatal de las bailarinas caleñas desde un balcón del tercer piso; el profesor de semiología, diplomé de la Sorbona y lavador de elefantes; el habitante del Séptimo Cielo que en las mañanas, como El inquilino de Polanski, escribía reli­giosamente en su boardilla una nove­la, y en las tardes salía a tocar el clarinete en los vagones del Metro.
Hasta que una mañana de febrero llegó la noticia. Julio Cortázar, el causante de toda esta debacle, había muerto. Fuimos al cementerio (Jack Lang, Ricardo Bada y el punkie de Malasaña conocen la historia). Entonces, mientras corríamos un tra­go de whisky frente a su tumba, nos dimos cuenta que todo había ter­minado. Al día siguiente, sin esperar a que terminara el invierno y nos atrapara una nueva primavera, cogi­mos el tren que nos condujo a Bar­celona. Así empezaba una nueva época.
Nunca, como dijo Julio Cortázar en Las babas del Diablo, se sabrá cómo hay que contar esto.