Pablo Baal y los hombres invisibles (Novela, 2003)



Fragmento de Pablo Baal y los hombres invisibles de Fabio Martínez


De las cosas invisibles los dioses
siempre tienen la certeza.
Los humanos solo tenemos
algunas conjeturas
Alcmeón de Crotona

Todo comenzó el día en que me mandaron a buscar la sustancia misteriosa que le da vida a la forma. La necesitamos con urgencia, me dijeron los hombres invisibles por una máquina respondedora que tenían conectada a su línea telefónica; debes viajar cuanto antes, apenas llegues comunícate en este número con el doctor Marot, él te ayudará. La
flor más exquisita de la humanidad se encuentra en otra parte; dijeron. Y una ventanilla automática me entregó visa, pasaporte, pasajes para mi mujer y mi hijo, y un poco de dinero. Como no tenía trabajo me embarqué en esta empresa que cambió profundamente mi vida. Antes, trabajaba en el laboratorio de Biología del Hospital Universitario y todo el día me la pasaba encerrado en una urna de cristal observando a través de un computador toda clase de sustancias orgánicas. Un día, al analizar la sangre en un grupo de los pacientes descubrí que estaba infectada. Presenté entonces el informe al director del laboratorio y enseguida no se hizo esperar mi expulsión fulminante, y por consiguiente un escándalo en la ciudad y el país, que así como me trajo algunas satisfacciones, me dejó no pocas decepciones. Mientras las directivas del hospital me acusaban de seudo—médico y me enviaban a casa anónimos de muerte, la gente me mandaba ramos de flores y en los periódicos aparecían grandes titulares que hoy, después de que han pasado varios años, no sé si me hacen llorar o sonrojar.
«El doctor Baal, salvador de la humanidad». «Baal, calumniador y ladrón». «Baal metió los ojos en la caja negra». «Baal descubrió la quimera de mierda».
Quizás, por esta fama no merecida fue que los hombres invisibles un buen día me llamaron y yo acepté de buena gana porque sino iba a terminar en el cementerio, en la cárcel o en el hospital siquiátrico.
Llegué a Montreal. Luego de instalarme con mi familia en un apartamento de un viejo edificio ubicado en el Plateau Mont Royal llamé por teléfono a Marot.
Como si toda la vida me hubiera estado esperando, Marot me dio la bienvenida y me puso una cita para el día siguiente en el Instituto Nacional de Ciencias —el INC—, donde trabajaba como investigador. Lleve un mapa del Instituto —me aconsejó— porque este edificio parece un laberinto; hace cien años fue diseñado por el matemático Ch. S. Peirce.
Al día siguiente desayuné con mi mujer y con mi hijo. Luego distribuimos las tareas domésticas, me despedí y cuando tomé el bus que me llevaría al Instituto, me choqué con un hombre que también quería subir. Cuando por fin entregué el tiquete al chofer y me senté me di cuenta de que el hombre era ciego. A partir de aquel momento yo tomaría todos los días este bus y me encontraría con el ciego. Era una ciudad blanca cubierta por una bruma espesa que empañaba los parabrisas de los autos y los lentes de los transeúntes.
El bus me dejó al frente del edificio. Apenas pisé el umbral de una de sus mil puertas se alzó ante mí una estructura triangular hecha en metal y concreto que empotrada en un cascarón de una iglesia gótica, se levantaba en forma de espiral hasta llegar al cielo.
En el muro interior, una placa con letras doradas y en relieve, decía:

Instituto Nacional De Ciencias
— INC — 1886

Con el mapa en la mano busqué la oficina de Marot, pero a medida que abría y cerraba puertas, que tomaba la máquina ascensora y recorría largos pasillos solitarios parecía que mi objetivo se hacía cada vez más lejano. En un momento sentí ansiedad y quise regresar y tomar el bus pero como la puerta por donde había entrado la había perdido y todas se parecían decidí seguir buscando. Fue en aquel instante cuando apareció una jovencita de cabeza rapada que presentándose como discípula del maestro Marot —y subrayó la palabra maestro— me dijo que durante el primer mes y mientras conociera el camino, ella sería mi guía, mi lazarillo. Peirce siempre tuvo la intención de crear un triángulo, nunca un laberinto, dijo; subiendo por la espiral llegamos hasta la puerta de Marot. Era igual a todas: gris, fría y estaba herméticamente cerrada.
Cuando se abrió pude ver la figura de un hombre de unos sesenta años con una media luna que bordeaba su cabeza, unos ojillos vivaces que saltaban cada vez que algo le impresionaba y una perilla gris que terminaba en punta, al estilo de los misioneros del Renacimiento.
Bueno, Baal —me dijo— encantado de que esté con nosotros; cuénteme, ¿qué lo trae por aquí? Apenas le dije que venía con el propósito de buscar la sustancia misteriosa —como le llamaban los hombres invisibles que me habían contratado—, Marot sonrió y me dijo que había llegado al lugar indicado pero que tuviera paciencia pues me esperaban duros meses, quizás años de intenso trabajo y sacrificio porque el affaire era complejo y arriesgado.
Usted, Baal, quiere encontrar el objeto que le dé forma a la cosa, pero usted también sabe que el objeto del mundo está ausente. No se puede aprehender así de la noche a la mañana. Así que hay que estudiar mucho, quebrarse la cabeza, ir a la biblioteca y al laboratorio hasta hacer emerger el objeto de la nada. El esfuerzo del hombre (incluya por favor a las féminas, porque sino mi mujer que pertenece a la W.W.W. me va a denunciar) siempre ha sido tratar de alcanzarlo, pero ¡ha difícil que sí ha sido esto! Maestro, pregunté, pero él me prohibió que lo llamara de esa manera, y dijo que de ahora en adelante y para economía del lenguaje y equilibrio del ego—sistema lo llamara simplemente Marot.
Enseguida mi discípula le mostrará la sala de conferencias, el laboratorio de Ciencias Naturales, el laboratorio de Biología Humana, las salas de disección, la biblioteca, que es una de las más completas del mundo —¡cuatro millones de volúmenes!— y se le iluminaron los ojos, la sala de Internet, la morgue, los cubiles de estudio, los comedores y salas de recreación. Desde ya debe ir tomando nota para que pueda presentar ante las personas que lo han contratado el informe final y dejar aquí una copia para la biblioteca. Sé que ahora usted se siente un poco perdido pero con el apoyo mío y el tiempo que es memoria, se sentirá como uno de los siete sabios de Tebas, que según las últimas investigaciones no eran siete sino ocho.
Maest… ¿qué es la W.W.W.? Es una organización con sede en Washington; traduce «Red de Mujeres del Mundo». Y dándome media docena de libros para que los leyera, se despidió, y se encerró en su cubil.
Volví al apartamento. En el trayecto mientras trataba de descifrar los rostros invidentes de la gente, pensé en las palabras de Marot, y aunque no eran para mí del todo legibles y transparentes, dejaban entrever el sonido lejano de algo profundo y complejo.
Usted sabe, Baal, el objeto del mundo está ausente. Observé la cubierta de los libros que tenía sobre las rodillas, y alcancé a leer: La metamorfosis de Lucio Apuleyo, Ensayo filosófico sobre el alma de las bestias de Bouillier, y El espejo de la muerte del Conde Loboguerrero de Calitraba.
En el apartamento, Lina había dispuesto del espacio hasta volverlo habitable. Había organizado nuestra habitación junto con mi estudio, pues sabía que yo, de cierta edad para acá, había decidido convertir nuestra cama en estudio, quiero decir que ante la pereza de encorvarme sobre una mesa prefería llenar la cama de libros y papeles, y ahí me la pasaba la mayor parte del tiempo; había organizado la habitación de Simbad, nuestro hijo, con su televisor portátil que lo llevaba a todas partes como si fuera su alma, su colección de jurásicos y su plastilina multicolor y maleable; para sus esculturas,
Lina había destinado la cocina.
El apartamento hacía parte de un viejo edificio de siete pisos donde nunca se veía un alma. Debido a que las paredes y el piso eran de madera, en las noches se escuchaba el ruido de alguien que caminaba con sus pesadas botas, el afán de una pareja haciendo el amor o la llave abierta llenando
una tina de baño. Cuando Lina oía los estertores finales de la pareja se contagiaba y sacándome de un sueño profundo literalmente me violaba. Mientras vivimos en este apartamento, mi mujer y yo tuvimos la sensación de estar viviendo en un piso falso.
Lina sirvió la cena. Después que comimos, ordenó que bajara hasta el sótano y lavara una bolsa de ropa negra. Es lo único que vas a hacer en el apartamento; el resto del tiempo lo puedes dedicar a amarme y a tu trabajo. Cogí la bolsa, descendí cinco metros debajo de la tierra y allí encontré siete máquinas blancas y un montón de ropa sin dueño que olía peor que la nuestra.
Al día siguiente tomé el bus y me dirigí al Instituto. Esta vez no me crucé con el ciego. Como el día anterior, la joven de cabeza rapada me condujo hasta la oficina de Marot. Cuando la puerta se abrió, el hombre que estaba sentado detrás de un escritorio revuelto de papeles se paró a saludarme y empezó lo que él llamó con cierta ironía, la lección inaugural.
El ser humano, en su lucha por tener conciencia de sí mismo, siempre ha estado en la actitud de conocer y apropiarse de lo que ayer llamamos de paso, el objeto del mundo; este objeto, que en apariencia sería fácil de poseer pues siempre lo pensamos en su dimensión física y tangible, se encuentra curiosamente en otra parte. Esta situación que entre otras cosas ha generado una dosis de angustia existencial entre los hombres, es lo que muchos científicos llaman la aprehensión imposible de lo enorme. Estamos, pues, condenados a buscar lo que no se encuentra a la simple vista de nuestros sentidos. El hombre (y cuando hablo de hombre incluyo a las mujeres, a las flores y a los animales), en su afán por satisfacer su deseo de completarse, está condenado a errar y a buscar en el vacío. ¿Cuál es la naturaleza del objeto del mundo? ¿Cuáles son sus características? Y en este sentido, ¿de qué habla este objeto tan preciado pero asimismo tan esquivo, como ciertas damas?
Sobre esto ha habido muchas confusiones que la ciencia y nosotros mismos, en nuestro afán por dar una respuesta satisfactoria, hemos provocado, pero en la mayoría de casos fracasamos. La primera confusión es creer que el objeto es la realidad in crudo. En esta confusión no sólo han caído los científicos, sino también los historiadores, los detectives y los escritores. Esta maldita trampa de pensar que la obra de arte es la realidad, de creer
que es el espejo de la realidad nos ha llevado a confundir la ficción con la realidad, y esto ha traído consecuencias funestas para la humanidad. Creo que los únicos autores que se salvaron de caer en la trampa fueron Coleridge, Chesterton y Borges. Este último quien se volvió ciego. Baal, pienso que usted comprende muy bien esto, y no va a ser tan estúpido en volver a repetir los mismos errores.
La segunda trampa es confundir el objeto con el signo que lo nombra. Al parecer, este ha sido un error inocente de la humanidad, y se ha pagado muy caro.
¿A quién se le ocurre creer que el nombre siempre designa la cosa? El signo —para que nos vamos entendiendo— es lo que está en el lugar de otra cosa.
Piense en el pobre Prometeo con ese nombre tan comprometedor y mire en lo que quedó. El mundo occidental comienza con el grito rebelde de éste y si hoy se debate en un caos total es debido a que ese grito ha sido mal interpretado. Piense en el nombre de Hamlet, príncipe de Dinamarca; en Felipe El Hermoso y en Juana La loca; ni el primero era tan hermoso ni la segunda tan loca. Quizá los mejores nombres que corresponden con el objeto son El Quijote, quien murió de lucidez en la región de La Mancha, y Sancho Panza, que lo mató el hideputa de Bellido Delfos, en los muros de Zamora.
Si usted me pregunta por la naturaleza del objeto que busca yo diría que es opaco e invisible, como la gente que vive en esta ciudad. El reto es tratar de sacarlo de su invisibilidad, de su opacidad, para hacerlo tangible y así llenar este vacío angustiante a que estamos sometidos.
Ante la insaciable voracidad del mundo —Marot acarició con la mano derecha su barba angulosa—, el hombre y todas las especies orgánicas siempre estarán en una continua búsqueda por sacar a la luz el objeto de la nada. El hombre es intuitos derivatus, no intuitos originarius; es decir, no es Dios, de allí que esté condenado a buscar y a conocer.
Marot dio así por terminada su lección inaugural y recordó que empezara a escribir el informe pues me esperaban días de duro trabajo y era mejor avanzar cuanto antes. Sobre esto, dijo refiriéndose a la escritura, ya tendremos oportunidad de hablar más adelante, pues hoy en día también existe una gran incomprensión al respecto. La escritura es el hombre y no el software, como lo pregonan ciertos Institutos espúreos.