Balboa, el polizón del Pacífico



Fragmento de Balboa, el polizón del Pacífico de Fabio Martínez.

Estoy viejo, sordo, casi sin pelos y sin dientes. Por eso escribo

Reverendísimo e ilustre Cardenal de España don Fray García Jofre de Loaysa, obispo de Sigüenza, confesor de la Cesárea Majestad, Presidente del Consejo Real del Imperio Occidental de las Indias, islas y Tierra Firme de la Mar Océana:
Como es sabido por la Sacra, Católica y Real Majestad, en el año de mil quinientos catorce tuve la fortuna de hacer parte de la Gran Armada  a Castilla del Oro, comandada por Pedro Arias de Ávila, y  por algunos años interrumpidos, viví en la primera ciudad fundada en Tierra Firme; me refiero a Santa María la Antigua del Darién, llamada así por el bachiller Enciso, en honor a la virgen que se venera en Santa María la Antigua, en Sevilla, España.
Dicha experiencia, que me sacó de mi vida como cortesano del rey Fernando y sobre todo, de mi vida mundana en las cortes de España e Italia, me llevó a conocer, por otra parte, un mundo para mí hasta entonces desconocido.
Reverendísimo señor, debo reconocer que cuando en Sevilla acepté de buena gana hacer parte de esta expedición, no sabía que dicha decisión iba a desviar el cauce de mi vida como mozo y escribano de cámara al servicio del príncipe Juan, calígrafo y escritor de las comidillas y trapisondas palaciegas, y me iba a convertir, debido a mi conocimiento de primera mano, en el primer escribano de esta hermosa ciudad enclavada en el golfo de Urabá.
Digo que fui el primer escribano en dar cuenta de estas tierras no porque no hubiera habido antes otros que hablaron hasta la saciedad sobre estos parajes; valga la pena mencionar al bachiller Enciso, que vino comandando desde la isla la Española el barco en el que llegó Balboa junto con su perro Leoncico, escondido como polizón en un barril de vino; antes de su muerte, el bachiller escribió una Summa sobre esta bella y tribulada región; o las memorias que escribió Pascual de Andagoya, que debido a que sufría del mal de San Vito se la pasó vagando a todo lo largo de la costa de la Mar del Sur hasta que fundó el puerto de San Juan de la Buena Ventura.
Lo que intento aclarar en esta carta es yo que no fui como los escribanos Pedro Mártir de Anglería y López de Somarra, que nunca vinieron a estas tierras, y que se la pasaban de oídas en Sevilla escuchando las habladurías que contaban  los marineros que habían atravesado el Océano.
Digo esto porque mis trabajos en Tierra Firme no solo se dedicaron a la veeduría del oro, que fue mi oficio principal, a la escribanía de minas, del crimen y del juzgado y a la marcación del hierro de los esclavos, sino también a observar la naturaleza  de los hombres, de las plantas y de los animales.
Estas observaciones me desviaron de mis intereses como hombre de letras, pero como a Plinio, el viejo, me dieron fuerzas para escribir la Historia General y Natural de las Indias, aquí en Santo Domingo, donde vivo hace más de veinte años y donde sé que moriré.
Reverendísimo e ilustre Cardenal: estoy, viejo, sordo, casi sin pelos y sin muelas. Esta penosa situación me invita a escribirle esta carta con urgencia para contarle una vez más qué fue lo que sucedió en Santa María la Antigua del Darién, la madre de todas las conquistas del Nuevo Mundo. ¿Cuáles fueron los errores y tropelías que cometimos durante aquellos aciagos años? ¿Por qué la mano criminal de Pedrarias Dávila se ensañó en Balboa y al ensañarse en el descubridor de la Mar del Sur se volcó con todo su peso sobre la ciudad? ¿Por qué tenemos que repoblar a Santa María la Antigua del Darién?
Obispo de Sigüenza, confesor del rey Carlos V: imitando a Plinio, quiero yo en esta larga carta traer a la memoria la corta vida de Santa María para que de una vez por todas se paren las malas lenguas, la desidia y la crueldad que ha habido contra ella y contra sus hombres que la defendimos, y la rescatemos del olvido como en los tiempos en que yo tenía allí, junto con mi mujer y mis hijos, mi casa de techo de paja, de dos alas, con jardín, árboles frutales y patio interior.
La cabeza de Balboa, que aún se bambolea por el viento marino de Panamá, encarna el golpe de gracia que le dimos a esta hermosa ciudad.