Entrevista con Teresita Gómez

Teresita Gómez


Por Fabio Martínez

Cuando en la sala de conciertos Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes sonó el tercer timbre, y la pianista salió al escenario, saludó con una venia y empezó a tocar la Partita N0 1 en Si bemol de J.S, Bach, entre el público se sintió un aire pesado, de extrañamiento. Teresita Gómez, la pianista colombiana, quien esa noche debutaba en la ciudad de México, era negra. Pero enseguida aquella atmósfera se fue desvaneciendo cuando del sarcófago mágico, como ella le llama a su instrumento, salieron los acordes más hermosos y profundos que jamás alguien haya escuchado.
"Siempre ha sido así -me dijo Teresita, días antes del concierto, mientras caminábamos por las calles sucias de la ciudad, y llegábamos envenenados al hotel, como los pájaros de Hit-chcock-; la gente no se puede echar a la idea de que una negra toque a Mozart".
Teresita Gómez es una mujer menuda, sensible, de origen chocoano, que a los pocos días de nacida, fue adoptada por doña Teresa Arteaga de Gómez y don Valerio Gómez, la pareja de conserjes de la Escuela de Bellas Artes de Medellín. La casa de los esposos Gómez estaba situada en el interior de la escuela. La niña empezó a deambular por los salones y pasillos, y allí, en medio de aquel mundo alucinante de artistas, observaba y escu­chaba todo con esa mirada y ese oído que sólo tienen los pequeños, y en las noches, cuando no había nadie y la escuela quedaba vacía, repetía en un piano todo lo que había escuchado.
"De mí se han dicho muchas historias; inclusive, que me dejaron en una canasta, como Moisés; imagínese, ¡qué vergüenza! La verdad de todo es que nací en el hospital San Vicente de Paúl; mi madre se llamaba María Cristina González; de mi padre nunca supe nada; a los pocos días de nacida, el hospital me regaló a la familia Gómez, quienes vivían en la escuela, y eran los encargados del edificio; ellos fueron mis verdaderos padres. Ellos fueron los que me criaron. Y los artistas de la escuela. ¡Yo nací en un palacio!".
Mientras converso con ella pienso en el mito de Moisés, y recuerdo que en la tradición judeo-cristiana cuando abandonaban a los niños, los dejaban en las costas, y apenas éstos eran salvados de las aguas, se convertían en seres milagrosos.
¡Y Teresita Gómez Arteaga es un ser milagroso! ¡Es un prodigio en el exquisito e intrincado Arte de Tocar el Piano!
 —¿A los cuántos años tuvo conciencia de que quería ser pianista?
 —A los tres y medio. Yo tocaba y repetía todo lo que oía, hasta que un día me hicieron tocar ante la profesora Marta Agudelo de Maya. Cuando terminé, ella se asustó mucho, pero se puso feliz. A partir de ese momento, me empezó a dar clases; a escondidas, porque en esa época no era fácil. Imagínese, ¡una negrita tocando música de blancos! Luego, ella me ayudó para que me dieran una beca. ¡Cómo poder olvidar a ese ser maravilloso!
En esa época conocí a la pintora Débora Arango, que llegó a ser directora de Bellas Artes, a Fernando Vallejo, que era un niño y también estudiaba piano, y al maestro Antonio María Valencia, que acababa de llegar de Europa. Yo toqué ante él cuando tenía nueve años. Él era un hombre tierno y bello, y apenas me escuchó habló con mis padres y me ofreció una beca para llevarme a estudiar al Conservatorio de Cali. Pero me quedé en Medellín porque los paisas me brindaron la posibilidad de seguir estudian­do. Los paisas siempre han sido muy generosos conmigo.
En la escuela estuve diez años, mis padres adoptivos murieron cuando yo tenía veinticuatro, luego entré a la Universidad de Antioquia, y allí me gradué como pianista bajo la dirección del maestro Harold Martina.
Teresita Gómez es una mujer orgullosa de su arte, noble y sencilla.
Por los periódicos mexicanos que anunciaron su participación en la VII Semana Cultural colombiana, me informé que después de graduarse en la universidad de Antioquia, donde hoy es maestra de piano, Teresita ha tocado con las mejores orquestas sinfónicas del país, de Europa, y ha compartido el atril con solistas de la categoría de Paúl Tortelier, Ruggiero Ricci y Jean Fierre Rampal.
Ha sido también agregada cultural en Berlín, durante el gobierno de Belisario Betancur; pero ella misma me dice que no hablemos de esa parte. ¿Por qué? "No por Belisario; él ha sido uno de los pocos presidentes de la República que le han parado bolas a la cultura en el país. Lo digo porque ser negro en Alemania es muy difícil. ¡Ser negro en Alemania o en cualquier parte del mundo es muy difícil!".
Volvemos a la música.
Teresita Gómez me muestra sus manos grandes que miden 25 centímetros de largo, y me enseña las señales que han dejado la operación que le hicieron, y que la dejó inválida sin tocar durante tres años.
 —Es la enfermedad de los pianistas. Es como si a ustedes, los escritores, les sacaran la memoria. Pensé que nunca volvería al piano. El médico y mis amigos siempre me alentaron. Cuando salí de esta terrible prueba tuve que volver a aprender a tocar el piano, como cuando era niña.
 —¿Qué es el piano?
 —Es un sarcófago mágico donde llamo mis fantasmas. El piano es masculino; yo soy femenina, como la música. Si yo fuera escritora, escribiría un cuento sobre el piano. El piano es la prolongación de los dedos; el instrumento es uno mismo.
 —¿Qué es el baile?
 —Es la danza del espíritu.
 —¿Baila?
 —Negro que no baile es un negro triste.
Y volvemos a la historia de Alemania.
 —Soy una negra más del Pacifico que del Atlántico; pero mi cultura es blanca. Viví en un mundo blanco, he andado con blancos. Esta dicotomía es compleja y difícil. El único negro amigo mío, y que lo considero como mi hermano, es el negro Billy, que cantaba tangos y blues en el barrio Lovaina de MedeIlín; Billy, el que inmortalizó Manuel Mejía Vallejo, en Aire de tango. El que llegue a la ciudad y no conozca al negro Billy, no conoce Medellín. Es difícil estar en los dos lados: haber vivido en la cultura blanca y tener corazón de negra. A mí me han pasado cosas divertidas por estar en los dos lados. Imagínese que en Europa un diplomático colombiano (que era blanco) me dijo que si sabía leer y escribir; luego, en un concierto que programó la ciudad, apenas me oyó interpretar a Chopin estaba tan apenado conmigo que casi pide traslado. Otro día, un taxista que me conducía a la universidad apenas me vio por el retrovisor, me preguntó: Perdone señora, ¿usted es Blanquita Uribe? Yo le contesté: No, yo soy Negrita Gómez.
 —Cuando uno está en los dos lados, al final no es admitido en ninguno. Y eso no sólo lo digo por los blancos. Lo digo por los negros, porque hay negros racistas. Racistas, al revés. Negros colombianos que sólo quieren hablar inglés. ¿Qué pasa cuando toco en el Colón? Que nunca veo a un negro entre el público. Si yo no fuera pianista y tocara una pianista negra, yo, como negra iría a escucharla.
 —¿Cómo se expresa hoy el racismo en el mundo?
 —En la falta de oportunidades. No es redundante decirlo, pero a la gente de color siempre se nos ha negreado. Mire no más las sirvientas del país. O son negras o son indias. Ser negro es todo un aprendizaje; se necesita una dosis de diplomacia muy fuerte. Espero que yo haya traspasado esa oscura frontera del racismo.
 —¿Hace la distinción perversa entre música clásica y popular?
 —No, para mí la música es una sola. En arte existe música bien elaborada o sencillamente mala. Lo clásico viene de lo popular. Allí están por ejemplo, Dvorak y Gershwin.
—¿Le gústala salsa?
 —Sí, en especial escucho a los pianistas que se formaron en la escuela clásica: Richie Ray, Papo Luca, y Eddy Palmieri.
 —¿Cuántas veces se ha casado?
 —Como Elizabeth Taylor, cuatro veces. Con el corazón uno nunca sabe. En este momento de la vida ya no se trata de hacer nido sino de compartir. Cuando un ser humano se va, es la muerte. Pero es importante enamorarse. En este momento de mi vida hay que tener un amigo para ponerse de acuerdo, para ayudarse, no para aguantarse porque eso perturba. Del aguante vienen el resenti­miento, el dolor y el odio. Creo que de lo que se trata es de ver el amor sin tantas nubecitas rosadas.
 —¿Y el país?
—Colombia ha tenido una sacudida enorme. La violencia es lo que nos ha caracterizado hasta el momento. Y todos, directa o indirectamente, somos víctimas de la violencia. Somos agonizantes. Por esto, pienso que no es un presidente el que nos va a salvar. Sino todos, nosotros mismos. Los colombianos debemos empezar por ser amigos de nosotros mismos.
Pienso que el doctor Pastrana tiene un gran reto, y por fortuna es un hombre serio y responsable que cuenta con una gran credibi­lidad. Yo voté por Noemí Sanín porque una mujer hubiera sido clave para liderar al país. Me la imaginaba hablando con la guerrilla, con los paramilitares y con los guerreros de este país.
El planeta es femenino. El sexo fuerte es la mujer. Nosotros hemos obligado al hombre a hacer más de lo que ellos pueden. El hombre también tiene su parte femenina porque nace de mujer. Por eso no creo en el feminismo ni en esas maricadas. Nosotras hemos malogrado al hombre. Lo que tenemos que hacer con ellos es lanzarlos, y romper con su cordón umbilical para que fluyan y se liberen. Las mamás siempre hemos fregado a los señores, y luego nos inventamos al amante, y así sigue rodando la canción. Eso es mentira de que el hombre sea el malo. Lo que pasa es que las mujeres somos una raza muy tenaz. Mire no más el hecho de tener que parirlos, y luego esperar a que vuelvan al lugar de origen. Nueve meses por querer salir y toda la vida por querer entrar, decía Enrique Buenaventura. Por eso pensé que una mujer podía ser muy importante para Colombia. Esa esencia femenina es fuerte, es todopoderosa, y si estuviera rodeada de hombres mara­villosos que le pudieran ayudar, ¡mejor! Pero para eso se necesita que el hombre tenga nobleza y sensibilidad.
Se trata de que el dios de la guerra, que es un hombre, vuelva a enamorarse de Venus, para que de allí nazca la Armonía.