Gutenberg |
Por Fabio Martínez
A
seiscientos años del nacimiento de Johannes Gensfleisch Gutenberg, seguimos
asistiendo a la fascinación de la imagen, que nos sugirió el espejo.
Desde la
antigua cultura árabe, este preciado artefacto no sólo ha sido un medio de
reproducción de imágenes, sino que es un enigma que trabaja entre el mundo de
lo real y lo aparente, de la realidad y el simulacro, de lo visible y lo
invisible. Detrás de cada imagen siempre hay algo que se sugiere, que se
esconde, que no se dice.
En la
época de Gutenberg, que fue un período privilegiado para el resurgimiento de
los antiguos mitos, el espejo se perfeccionó dando pie al nacimiento del concepto
de serie, que fue clave para la invención de la imprenta, de la alquimia y de
la cábala. Más tarde fue importante para los primeros productores de mercancías
que con sus productos en serie invadieron los primeros burgos.
El espejo
viene del mito de Pigmaleón. Este mito relata el deseo de éste al querer darle
vida al objeto por él creado. Pigmaleón, por supuesto no lo logra, y es sólo
ayudado por los dioses, que puede finalmente atravesar el espejo y así abrazar
-como Narciso- su propia imagen. Es la confusión entre la imagen real y la
especular, entre lo real y lo virtual.
La imagen
producida por el espejo conducirá a una visión mimética de la realidad a un
simulacro, a una transposición o representación de lo real.
En los
tiempos de Gutenberg, el mundo ya no es imagen de Dios sino del hombre, y lo
que prima es la imagen especular que no sólo va a incidir en la invención del
libro sino también en los descubrimientos geográficos y científicos de la
época. El viaje de Colón es una manera de conocer el mundo de lo desconocido,
de lo invisible; es una manera de mirar el envés del espejo y darle la vuelta;
el viaje de Copérnico por el cosmos es una manera de descubrir la ciencia de
los cielos; el viaje del Quijote y Sancho por La Mancha es un modo de abrir las
puertas ocultas de la lucidez y la locura imaginaria.
Ya lo
decía Giordano Bruno en El espacio de la bestia triunfante, publicado en
1584: "Dios escribe sobre el universo con signos geométricos".
Esta
primacía de la imagen especular, y que se manifiesta en la imprenta a modo de
impresiones, caracteres, imágenes o palabras (afecciones del alma, les llamaría
Aristóteles), será finalmente sistematizada en el libro Teología natural,
que tradujera Montaigne, en 1568. Allí las metáforas del mundo-libro, del
mundo-cuerpo y la danza de los astros sintetizarán el espíritu de la época. La
metáfora del mundo-libro remitirá a la idea de que el mundo es un libro abierto
lleno de signos e imágenes que debe ser leído por el hombre; la metáfora del
mundo-cuerpo nos dice que el mundo es la imagen del hombre, y la danza de los
astros nos remite a la imaginería musical del movimiento. Del mundo-cuerpo van
a derivarse los conceptos de macro-cosmos y micro-cosmos, tan importantes en
la astronomía, la medicina y la sociología; el concepto de mundo-objeto o
mundo-máquina, será el que determinará el nacimiento del pensamiento
lógico-racional, y es el que finalmente terminará por legitimarse hasta
nuestros días.
Las
imágenes, pues, han atravesado toda nuestra cultura. Para Platón, la imagen
permitía establecer la diferencia entre el ser y el parecer; para Aristóteles
era el soporte material del pensamiento y se instalaban como un sello en la
memoria (no se puede pensar jamás sin imágenes, decía el filósofo griego).
Cuando Edipo tuvo claridad de su desgracia en la vida real se arrancó los ojos,
y prefirió habitar el mundo imaginal de las sombras.
Ya lo
decía Anaxágoras, todo cuanto aparece es visión de lo invisible. Ya sea si
aparece en forma de imágenes-palabras, imágenes-visuales o imágenes-musicales.
Cada época inventa su forma y su estilo. En seiscientos años hemos pasado del
reino de la imaginación especular al de la imaginación virtual. De la
linotipia hemos dado el salto al procesador de palabras. El principio del
espejo de Pigmalión sigue siendo el mismo. Seguimos produciendo imágenes, que
son simulacros de realidad, sombras y reflejos, efecto de espejos, reinos de
ilusiones. Lo que ha cambiado es el medio, la máquina. El mito de que la
imagen virtual acabará con el libro como objeto hace parte justamente del poder
ilusorio y autosuficiente que ha caracterizado a la imagen desde la antigüedad;
de su poder omnipotente y simulador, que siempre ha pensado que la imagen
puede remplazar la realidad o el gran universo de las verdades necesarias, sin
entender que detrás de cada imagen siempre hay un mundo de creencias, de
mitos, de ideas e ideologías, que son las que en últimas constituyen el
imaginario de los hombres.
El
computador no creó la imagen. Fue al contrario. La parafernalia electrónica con
la que hoy nos alienamos partió del mito de Pigmalión y del concepto
aristoteliano de que la memoria (sea dura o blanda) se construye a partir de
las imágenes que allí se instalan como un sello. La memoria es como la huella
del cazador, es nuestra casa interior, es la imprenta inventada por Gutenberg.
Contra
los cibernautas virtuales, que desde hace tiempos están anunciando la muerte
del libro como objeto, hay que decirles que éste, al contrario, se ha venido
beneficiando de esta nueva revolución tecnológica y seguirá gozando de una
larga vida.
Para el
siglo XXI es claro que la lectura en el sentido amplio de la palabra cubrirá
todos los ámbitos de las actividades humanas. El que no sepa leer, en el
sentido de interpretar con lógica un discurso es mejor que se vaya despidiendo
de este siglo. La lectura y la escritura seguirán siendo útiles para los
hombres, porque hacen parte del reino de la imaginación y de la memoria. Es
decir, del reino del pensamiento. Es la misma falsa polémica que surgió hace
algunos años cuando inventaron el vídeo. Se hablaba de la muerte del cine, y
hoy sabemos que en el mundo entero el cine sigue gozando de muy buena salud.
Ya lo
dijo, Eco: el libro es como la cuchara o como la bicicleta, que nunca se van a
acabar.