Fragmento de
Pablo
Baal y los hombres invisibles
de Fabio Martínez
De las cosas invisibles los dioses
siempre tienen la certeza.
Los humanos solo tenemos
algunas conjeturas
Alcmeón
de Crotona
Todo
comenzó el día en que me mandaron a buscar la sustancia misteriosa que le da
vida a la forma. La necesitamos con urgencia, me dijeron los hombres invisibles
por una máquina respondedora que tenían conectada a su línea telefónica; debes viajar
cuanto antes, apenas llegues comunícate en este número con el doctor Marot, él
te ayudará. La
flor más exquisita de la humanidad se
encuentra en otra parte; dijeron. Y una ventanilla automática me entregó visa,
pasaporte, pasajes para mi mujer y mi hijo, y un poco de dinero. Como no tenía
trabajo me embarqué en esta empresa que cambió profundamente mi vida. Antes, trabajaba
en el laboratorio de Biología del Hospital Universitario y todo el día me la pasaba
encerrado en una urna de cristal observando a través de un computador toda
clase de sustancias orgánicas. Un día, al analizar la sangre en un grupo de los
pacientes descubrí que estaba infectada. Presenté entonces el informe al
director del laboratorio y enseguida no se hizo esperar mi expulsión
fulminante, y por consiguiente un escándalo en la ciudad y el país, que así
como me trajo algunas satisfacciones, me dejó no pocas decepciones. Mientras
las directivas del hospital me acusaban de seudo—médico y me enviaban a casa
anónimos de muerte, la gente me mandaba ramos de flores y en los periódicos aparecían
grandes titulares que hoy, después de que han pasado varios años, no sé si me
hacen llorar o sonrojar.
«El doctor
Baal, salvador de la humanidad». «Baal, calumniador y ladrón». «Baal metió los
ojos en la caja negra». «Baal descubrió la quimera de mierda».
Quizás, por
esta fama no merecida fue que los hombres invisibles un buen día me llamaron y
yo acepté de buena gana porque sino iba a terminar en el cementerio, en la
cárcel o en el hospital siquiátrico.
Llegué a
Montreal. Luego de instalarme con mi familia en un apartamento de un viejo
edificio ubicado en el Plateau Mont Royal llamé por teléfono a Marot.
Como si
toda la vida me hubiera estado esperando, Marot me dio la bienvenida y me puso
una cita para el día siguiente en el Instituto Nacional de Ciencias —el INC—,
donde trabajaba como investigador. Lleve un mapa del Instituto —me aconsejó—
porque este edificio parece un laberinto; hace cien años fue diseñado por el
matemático Ch. S. Peirce.
Al día
siguiente desayuné con mi mujer y con mi hijo. Luego distribuimos las tareas
domésticas, me despedí y cuando tomé el bus que me llevaría al Instituto, me
choqué con un hombre que también quería subir. Cuando por fin entregué el
tiquete al chofer y me senté me di cuenta de que el hombre era ciego. A partir
de aquel momento yo tomaría todos los días este bus y me encontraría con el
ciego. Era una ciudad blanca cubierta por una bruma espesa que empañaba los parabrisas
de los autos y los lentes de los transeúntes.
El bus me
dejó al frente del edificio. Apenas pisé el umbral de una de sus mil puertas se
alzó ante mí una estructura triangular hecha en metal y concreto que empotrada
en un cascarón de una iglesia gótica, se levantaba en forma de espiral hasta
llegar al cielo.
En el muro
interior, una placa con letras doradas y en relieve, decía:
Instituto Nacional De Ciencias
— INC — 1886
Con el mapa
en la mano busqué la oficina de Marot, pero a medida que abría y cerraba
puertas, que tomaba la máquina ascensora y recorría largos pasillos solitarios
parecía que mi objetivo se hacía cada vez más lejano. En un momento sentí
ansiedad y quise regresar y tomar el bus pero como la puerta por donde había
entrado la había perdido y todas se parecían decidí seguir buscando. Fue en
aquel instante cuando apareció una jovencita de cabeza rapada que presentándose
como discípula del maestro Marot —y subrayó la palabra maestro— me dijo que
durante el primer mes y mientras conociera el camino, ella sería mi guía, mi
lazarillo. Peirce siempre tuvo la intención de crear un triángulo, nunca un laberinto,
dijo; subiendo por la espiral llegamos hasta la puerta de Marot. Era igual a
todas: gris, fría y estaba herméticamente cerrada.
Cuando se
abrió pude ver la figura de un hombre de unos sesenta años con una media luna
que bordeaba su cabeza, unos ojillos vivaces que saltaban cada vez que algo le
impresionaba y una perilla gris que terminaba en punta, al estilo de los misioneros
del Renacimiento.
Bueno, Baal
—me dijo— encantado de que esté con nosotros; cuénteme, ¿qué lo trae por aquí?
Apenas le dije que venía con el propósito de buscar la sustancia misteriosa —como
le llamaban los hombres invisibles que me habían contratado—, Marot sonrió y me
dijo que había llegado al lugar indicado pero que tuviera paciencia pues me
esperaban duros meses, quizás años de intenso trabajo y sacrificio porque el affaire
era complejo y arriesgado.
Usted,
Baal, quiere encontrar el objeto que le dé forma a la cosa, pero usted también
sabe que el objeto del mundo está ausente. No se puede aprehender así de la
noche a la mañana. Así que hay que estudiar mucho, quebrarse la cabeza, ir a la
biblioteca y al laboratorio hasta hacer emerger el objeto de la nada. El
esfuerzo del hombre (incluya por favor a las féminas, porque sino mi mujer que pertenece
a la W.W.W. me va a denunciar) siempre ha sido tratar de alcanzarlo, pero ¡ha
difícil que sí ha sido esto! Maestro, pregunté, pero él me prohibió que lo
llamara de esa manera, y dijo que de ahora en adelante y para economía del
lenguaje y equilibrio del ego—sistema lo llamara simplemente Marot.
Enseguida
mi discípula le mostrará la sala de conferencias, el laboratorio de Ciencias
Naturales, el laboratorio de Biología Humana, las salas de disección, la
biblioteca, que es una de las más completas del mundo —¡cuatro millones de volúmenes!—
y se le iluminaron los ojos, la sala de Internet, la morgue, los cubiles de
estudio, los comedores y salas de recreación. Desde ya debe ir tomando nota
para que pueda presentar ante las personas que lo han contratado el informe
final y dejar aquí una copia para la biblioteca. Sé que ahora usted se siente
un poco perdido pero con el apoyo mío y el tiempo que es memoria, se sentirá
como uno de los siete sabios de Tebas, que según las últimas investigaciones no
eran siete sino ocho.
Maest… ¿qué
es la W.W.W.? Es una organización con sede en Washington; traduce «Red de
Mujeres del Mundo». Y dándome media docena de libros para que los leyera, se
despidió, y se encerró en su cubil.
Volví al
apartamento. En el trayecto mientras trataba de descifrar los rostros
invidentes de la gente, pensé en las palabras de Marot, y aunque no eran para
mí del todo legibles y transparentes, dejaban entrever el sonido lejano de algo
profundo y complejo.
Usted sabe,
Baal, el objeto del mundo está ausente. Observé la cubierta de los libros que
tenía sobre las rodillas, y alcancé a leer: La
metamorfosis de Lucio Apuleyo, Ensayo filosófico sobre el alma de las
bestias de Bouillier, y El espejo de la
muerte del Conde Loboguerrero de Calitraba.
En el
apartamento, Lina había dispuesto del espacio hasta volverlo habitable. Había
organizado nuestra habitación junto con mi estudio, pues sabía que yo, de
cierta edad para acá, había decidido convertir nuestra cama en estudio, quiero
decir que ante la pereza de encorvarme sobre una mesa prefería llenar la cama
de libros y papeles, y ahí me la pasaba la mayor parte del tiempo; había organizado
la habitación de Simbad, nuestro hijo, con su televisor portátil que lo llevaba
a todas partes como si fuera su alma, su colección de jurásicos y su plastilina
multicolor y maleable; para sus esculturas,
Lina había
destinado la cocina.
El
apartamento hacía parte de un viejo edificio de siete pisos donde nunca se veía
un alma. Debido a que las paredes y el piso eran de madera, en las noches se
escuchaba el ruido de alguien que caminaba con sus pesadas botas, el afán de
una pareja haciendo el amor o la llave abierta llenando
una tina de
baño. Cuando Lina oía los estertores finales de la pareja se contagiaba y
sacándome de un sueño profundo literalmente me violaba. Mientras vivimos en
este apartamento, mi mujer y yo tuvimos la sensación de estar viviendo en un
piso falso.
Lina sirvió
la cena. Después que comimos, ordenó que bajara hasta el sótano y lavara una
bolsa de ropa negra. Es lo único que vas a hacer en el apartamento; el resto
del tiempo lo puedes dedicar a amarme y a tu trabajo. Cogí la bolsa, descendí
cinco metros debajo de la tierra y allí encontré siete máquinas blancas y un
montón de ropa sin dueño que olía peor que la nuestra.
Al día
siguiente tomé el bus y me dirigí al Instituto. Esta vez no me crucé con el
ciego. Como el día anterior, la joven de cabeza rapada me condujo hasta la oficina
de Marot. Cuando la puerta se abrió, el hombre que estaba sentado detrás de un
escritorio revuelto de papeles se paró a saludarme y empezó lo que él llamó con
cierta ironía, la lección inaugural.
El ser
humano, en su lucha por tener conciencia de sí mismo, siempre ha estado en la
actitud de conocer y apropiarse de lo que ayer llamamos de paso, el objeto del
mundo; este objeto, que en apariencia sería fácil de poseer pues siempre lo pensamos
en su dimensión física y tangible, se encuentra curiosamente en otra parte.
Esta situación que entre otras cosas ha generado una dosis de angustia
existencial entre los hombres, es lo que muchos científicos llaman la
aprehensión imposible de lo enorme. Estamos, pues, condenados a buscar lo que
no se encuentra a la simple vista de nuestros sentidos. El hombre (y cuando
hablo de hombre incluyo a las mujeres, a las flores y a los animales), en su
afán por satisfacer su deseo de completarse, está condenado a errar y a buscar
en el vacío. ¿Cuál es la naturaleza del objeto del mundo? ¿Cuáles son sus
características? Y en este sentido, ¿de qué habla este objeto tan preciado pero
asimismo tan esquivo, como ciertas damas?
Sobre esto
ha habido muchas confusiones que la ciencia y nosotros mismos, en nuestro afán
por dar una respuesta satisfactoria, hemos provocado, pero en la mayoría de
casos fracasamos. La primera confusión es creer que el objeto es la realidad in
crudo. En esta confusión no sólo han caído los científicos, sino también los
historiadores, los detectives y los escritores. Esta maldita trampa de pensar
que la obra de arte es la realidad, de creer
que es el
espejo de la realidad nos ha llevado a confundir la ficción con la realidad, y
esto ha traído consecuencias funestas para la humanidad. Creo que los únicos
autores que se salvaron de caer en la trampa fueron Coleridge, Chesterton y
Borges. Este último quien se volvió ciego. Baal, pienso que usted comprende muy
bien esto, y no va a ser tan estúpido en volver a repetir los mismos errores.
La segunda
trampa es confundir el objeto con el signo que lo nombra. Al parecer, este ha
sido un error inocente de la humanidad, y se ha pagado muy caro.
¿A quién se
le ocurre creer que el nombre siempre designa la cosa? El signo —para que nos
vamos entendiendo— es lo que está en el lugar de otra cosa.
Piense en
el pobre Prometeo con ese nombre tan comprometedor y mire en lo que quedó. El
mundo occidental comienza con el grito rebelde de éste y si hoy se debate en un
caos total es debido a que ese grito ha sido mal interpretado. Piense en el
nombre de Hamlet, príncipe de Dinamarca; en Felipe El Hermoso y en Juana La
loca; ni el primero era tan hermoso ni la segunda tan loca. Quizá los mejores nombres
que corresponden con el objeto son El Quijote, quien murió de lucidez en la región
de La Mancha, y Sancho Panza, que lo mató el hideputa de Bellido Delfos, en los
muros de Zamora.
Si usted me
pregunta por la naturaleza del objeto que busca yo diría que es opaco e
invisible, como la gente que vive en esta ciudad. El reto es tratar de sacarlo
de su invisibilidad, de su opacidad, para hacerlo tangible y así llenar este
vacío angustiante a que estamos sometidos.
Ante la
insaciable voracidad del mundo —Marot acarició con la mano derecha su barba
angulosa—, el hombre y todas las especies orgánicas siempre estarán en una
continua búsqueda por sacar a la luz el objeto de la nada. El hombre es
intuitos derivatus, no intuitos originarius; es decir, no es Dios, de allí que
esté condenado a buscar y a conocer.
Marot dio
así por terminada su lección inaugural y recordó que empezara a escribir el
informe pues me esperaban días de duro trabajo y era mejor avanzar cuanto
antes. Sobre esto, dijo refiriéndose a la escritura, ya tendremos oportunidad
de hablar más adelante, pues hoy en día también existe una gran incomprensión
al respecto. La escritura es el hombre y no el software, como lo pregonan
ciertos Institutos espúreos.