El Séptimo Cielo: un habitante literario de París
Por Yves Moñino
(Traductor de la novela
de Fabio Martínez)
La presentación en París de la nueva edición, bilingüe, de Un habitante
del Séptimo Cielo, de Fabio Martínez, coincide con el 140 aniversario de la
Comuna, que vio el proletariado parisino lanzarse «al asalto del cielo»,
según dijo Marx.
El séptimo cielo de Martínez es la metáfora de un cielo menos atractivo, el
de los cuartos de muchachas con baño en el rellano, esas «chambras» (en
«frañol» en el texto), donde se apiñaban los proletarios del tercer mundo
parisino de los años 80. El libro de Martínez se inscribe así en una larga
historia literaria de la ciudad, que celebra en versos como en prosa la
geografía de sus barrios y monumentos, las ocupaciones y costumbres de sus
habitantes, y sus transformaciones.
Esta historia se inicia en el siglo II, con el emperador filósofo Juliano
el Apóstata, quien entre dos batallas más allá del Rin contra los Germanos,
gustaba de venir a descansar en Lutecia, la pequeña ciudad galoromana que
empezaban a llamar Civitas Parisii, la ciudad de los Parisienses, una de
las muchas tribus de Galia. Juliano es el primero de una legión de peatones
literarios enamorados de París : evoca la isla de la Cité poblada de
indígenas galos y la orilla izquierda del río de colonos y funcionarios
romanos ; alaba la suavidad de las estaciones, la nitidez del agua del
Sena, «tan pura como agradable de beber», sus excelentes viñedos y las
costumbres rústicas de sus habitantes : «estoy entre las más belicosas y
más valientes naciones, donde sólo se conoce a Venus conyugal y a Baco que da
la ebriedad en vistas del matrimonio y de la reproducción de la especie o de la
cantidad de vino que cada cual necesita para apagar su sed. Acá, ninguna impudencia
ni la obscenidad que se ve en vuestros teatros…».
No me detengo en los diarios de los burgueses de París de la Edad Media,
documentos apasionantes pero que conciernen poco la literatura, para llegar al
París renacentista de los dos más brillantes astros de las letras francesas,
François Villon y François Rabelais. El parisino de cepa Villon vive su ciudad
y poco la describe, pero su voz contra la injusticia es la de los andrajosos
estudiantes y marginados de la ciudad, una voz burlona y cruel con las
autoridades, la policía, los eclesiásticos, burgueses y usureros, una voz de la
irrisión parisina frente a la angustia de la muerte ; la víspera del día
en que hubiera debido ser ahorcado, escribe :
«Et de la corde d'une toise
Saura mon col que mon cul poise»
Y de la soga de una toesa
sabrá mi cuello lo que mi culo pesa
Martínez invoca los manes de Villon cuando su antihéroe deprimido,
aplazando de puente en puente su firme resolución de echarse a las asquerosas
aguas del Sena, pasa por la desaparecia cárcel del Châtelet.
Los héroes de Rabelais están lejos de lo tragicómico. El gigante Gargantúa
pasa por la capital sólo para robar las campanas de Notre-Dame y colgarlas al
cuello de su yegua; su hijo Pantagruel y Panurgo se divierten entre la Cité y
el Barrio Latino, dando mil jugarretas a los clérigos, abogados, damas de la
alta sociedad parisina y doctores de la Sorbona, que hoy como en aquel
entonces, es una fábrica de famélicos cultos. Rabelais ignora olímpicamente los
barrios del poder real y del negocio, que se habían desarrollado en la orilla
derecha del río durante la Edad Media alrededor del Louvre y del mercado Les
Halles. Nuestro François restituye con exuberancia la vida de los colegiales de
entonces, poco diferente de la de los estudiantes suramericanos del Paris de
los 80, cuyas «colombianadas» transgresivas como estilo de supervivencia son
alegremente evocadas por Martínez.
A finales del siglo XVIII aparecen las descripciones detalladas de la
capital y de sus habitantes. Louis Sébastien Mercier, escritor prolijo, pinta
de manera muy viva aunque moralizante, en Cuadro de París y en El
nuevo París, las costumbres de la calle y del pueblo parisinos justo antes
y durante la Revolución de 1789.
La «capital del siglo XIX», según el filósofo Walter Benjamin, se vuelve
entonces un personaje literario autónomo, un sujeto de intriga o de estados de
ánimo en Stendhal, Balzac, Baudelaire, Hugo, Zola y Vallès. Stendhal se limita
a los barrios ricos, los del negocio y de los placeres de la burguesía liberal,
y de los salones de la aristocracia del Faubourg Saint Germain. Es el primero
de una larga serie de provincianos y más tarde de extranjeros, atraidos por la
capital: «Todo lo que tiene un poco de energía en
París nació en provincia y desembarca a los diecisiete años». Describe, a
través de Julien Sorel en Rojo y Negro y en su autobiografía Vida de
Henry Brulard, la soledad del provinciano parisino («Uno siempre es un
extranjero en París»), sus esperanzas, decepciones y éxitos. Sorel es el
ancestro literario de los Rastignac y Rubempré de Balzac, y de Román Velásquez,
el héroe de Martínez que descubre, recorre y se adueña de la ciudad. Pero el
París de Balzac es más amplio que el de Stendhal: debajo de la ciudad liviana
de las Luces, revela el infierno social que determina en ella la lucha por la
vida, y el mundo subterráneo de las clases «laboriosas y peligrosas». Balzac
abre el camino que van a seguir Eugène Sue, Victor Hugo y Zola : la ciudad
es para Balzac un monstruo delicioso, una «grande cortesana de quien
[conocemos] perfectamente la cabeza, el corazón y las costumbres caprichosas»;
París es una «sublime nave cargada de inteligencia, una colmena zumbadora con
sus calles asesinas, las calles obreras, trabajadoras, mercantiles, las calles
viejas como viejas viudas ricas no son viejas» (Ferragus).
El parisino Baudelaire pasa la ciudad ramera por el filtro de sus sensaciones
y del spleen de su vida bohemia de dandy trabado. En las obras de los Cuadros
de Paris, Baudelaire expresa una nostalgia de la ciudad anterior a 1848,
desfigurada por los picazos de Haussmann, el prefecto de Napoleon III, que iba
a transformar de arriba abajo el aspecto de la capital. Martínez, en su novela
llena de reminiscencias baudelairianas como el inevitable peregrinaje al cementerio
Montparnasse sobre la tumba del poeta, mezcla así la descripción de la ciudad
con las sensaciones que provoca, y con los estados de ánimo bajo los efectos
del vinucho y del hachís. Pero Martínez está en el lado opuesto al asco a las
multitudes y a los pobres que expresa Baudelaire, y que se transmitirá, en el
mismo registro provocador, a otro escritor colombiano, Fernando Vallejo.
La fascinación literaria para las clases populares y
peligrosas de París culmina con Eugène Sue y Victor Hugo. El primero, quien
explora los bajos fondos de la capital en los Misterios de París con sus
asesinos y prostitutas cristianamente arrepentidos, sufre de un paternalismo
redentor inspirado por las encuestas de los filántropos y reformadores
burgueses de la época, paternalismo del que Marx se burla en La Sagrada
Familia a propósito de los personajes de la famosa novela por entregas. Los
Miserables de Hugo con su Corte de los Milagros, sus alcantarillados, sus
gamines y ex presidiarios, cae en parte en este defecto, pero al dar al argot
sus primeras letras de nobleza y sobre todo al centrar la saga alrededor de la
insurrección de 1832, Hugo hace entrar en literatura el pueblo agente de su
destino. En cuanto a Zola, describe como precursor inspirado de la sociología
la epopeya de las transformaciones del París de Napoleón III (El dinero
sobre la Bolsa, El vientre de París sobre el mercado central, Pot-bouille
sobre las clases medias de los nuevos bulevares abiertos por Haussmann y A
la dicha de las damas sobre el desarrollo de los grandes almacenes. Sin
embargo, sus novelas sobre las clases populares de París aún están afectadas
por una concepción paternalista del pueblo obrero: La taberna se
extiende con condescendencia sobre el flagelo del alcolismo obrero y Nana sobre
la ascensión y la caida de una mantenida del Segundo Imperio. Habrá que esperar
a Rimbaud y a Jules Vallès para volver a oir la voz propia de los andrajosos,
que se había manifestado en el siglo XV con Villon.
Rimbaud es uno de los pocos hombres de letras que tomó
partido a favor de la Comuna, en particular en sus dos deslumbrantes poemas
«Canto de guerra parisino» del 15 de mayo de 1871, justo antes de la Semana
Sangrienta, y «La orgía parisina o París se repobla» escrito justo después. El
primero celebra la alegre fiesta de la primavera revolucionaria al tiempo que
maltrata la poesía bucólica y sentimental de los románticos y de los parnasianos. El
segundo es un grito de asco y de rabia contra los versalleses y un homenaje al
París de los 20 000 muertos de la Semana Sangrienta (mismo enlace).
El habitante del Séptimo Cielo de Martínez tiene acentos rimbaldianos, desde luego menos violentos que
los del poeta de Una temporada en el infierno; la identificación del
héroe de Martínez con los humillados y ofendidos del París de 1981, los árabes,
negros, latinos o francesas de cepa a quienes frecuenta en las «chambras», se
expresa antes que todo con ternura y humor. El autor estructura la novela en
estaciones, miradas con el ojo nuevo de un hombre del Trópico, en sus efectos
físicos sobre los paisajes urbanos, y mentales sobre los estados de ánimo de
los habitantes : después de un verano radiante, temporada del descubrimiento,
de la admiración y del asombro ante los usos exóticos de los nativos, después
de un otoño resplandeciente, tiempo de la adaptación progresiva a la ciudad,
viene el invierno-infierno, estación del ensimismamiento, de la depre y del
«mal viaje». La primavera ve el regreso del héroe al país, y este ciclo
iniciático es una búsqueda espiritual del mismo orden que la de Una
temporada en Infierno de Rimbaud.
He nombrado a Jules Vallès, el rebelde que se convierte en
revolucionario : una niñez provinciana a garrotazos, una juventud de
bachiller pobre, una vida parisina de trabajitos bajo el Segundo Imperio, un
comienzo de éxitos periodísticos y literarios marcados por confiscaciones de su
diario La Calle y de temporadas en la cárcel. Llega el tiempo del
insurrecto, miembro del gobierno de la Comuna, director de El Grito del
Pueblo que vende 100 000 ejemplares cada día en París bombardeado por
los cañones de Versalles, defensor de «la libertad sin orillas» para la prensa
hostil a la Comuna que sigue publicándose en la ciudad, combatiente hasta la
última barricada. Luego viene el exilio y otra vez la miseria, 10 años de smog
en Londres antes del regreso a París en 1880, con la amnistía de los
comunalistas votada por la república radical, y del reconocimiento como
escritor del pueblo : 100 000 proletarios seguirán su ataúd. Vallès
cuenta todo esto en su Trilogía, en una lengua nueva, fresca y nerviosa,
muy dialogada, sin florituras, irónica y mordaz; describe las sensaciones, los
sentimientos y las ideas que brotan del cuerpo y de las situaciones de sus
personajes. No escribe sobre el pueblo de París, sino desde el pueblo con el
que comparte las aspiraciones, el pitorreo, las alegrías y las penas. En su Cuadro
de París, crónicas de los 1880, su intención es «pintar la ciudad como es y
moldearla con sus protuberancias y sus hondonadas, sus relieves de carne y de
madera, sin clasificar a los gloriosos y a los parias». Describe como paseante
y reportero a los habitantes de los barrios y a los transeuntes de las calles,
a los encerrados de las cárceles y manicomios, el público de las ferias,
teatros y cafés, y las fiestas populares como la celebración del 14 de julio y
sus bailes de barrio. Martínez es también heredero de Vallès, por la vitalidad
y la aparente sencillez de su prosa.
Pasaré más rápido sobre las visiones literarias de París en el rico siglo
XX, por ser más conocido y cercano a nosotros. Entre los lugares y las gentes
que detuvieron la atención de los escritores franceses, bastará recordar los
salones de la En busca del tiempo perdido de Proust, las viviendas
sociales de los linderos de Paris del Viaje al final de la noche de
Céline, los ensueños de Aragon en los pasajes cubiertos del Campesino de
París, la bohemia montmartesa de Quai des brumes (Pierre Mac Orlan),
la ciudad burlesca de Zazie en el metro (Raymond Queneau), la ciudad
onírica y misteriosa de las novelas de Patrick Modiano, la anatomía de un
edificio parisino y de sus habitantes en La vida, instrucciones de uso
(Georges Perec), las masacres de argelinos en 1961 en Meurtres pour mémoire
de Didier Daeninckx. En el siglo XXI, el pueblo de las afueras y de las cités
(torres y grandes conjuntos de viviendas) del gran París irrumpe con Faïza
Guène, en Kiffe kiffe demain. Era tiempo de tonificar una sociedad
francesa paralizada y una literatura a veces egocéntrica, con jóvenes de pluma
crítica y orígenes diversos, hijos todos de nuestro pueblo que desde 1789
aspira a la igualdad y a la fraternidad.
Una de las grandes novedades del siglo XX literario de París fue la llegada
de extranjeros, quienes pusieron miradas nuevas sobre la Ciudad Luz. Ni el Arco
de Triunfo de Eric Maria Remarque, que pinta la vida de los exiliados
alemanes, blanco de la hostilidad de la república francesa en 1938, ni los
autores rusos como Berdaiev (El destino de París) o Ehrenbourg (Mi
París, La caída de París) parecen haber tenido influencia en la
escritura de Fabio Martínez, ni tampoco, de manera más sorprendente, el peruano
César Vallejo, en sus Crónicas de París escritas en los años 30. En
cambio Hemingway, con Paris era una fiesta, alimentó el sueño de Fabio
Martínez de venir a estudiar en la capital, y el sentido que da a su estancia:
de Paris, «se sale enriquecido para actuar en esa otra ciudad donde uno tiene
puestos sus sueños». El argentino Cortázar se volvió todo un parisino, pero Rayuela
es el libro del exilio entre tierra y cielo, entre paraíso e infierno, que
ofrece al lector nuevas maneras de leer. Más recientemente, en 2005, el
colombiano Santiago Gamboa, en El síndrome de Ulises, describe la vida
del proletariado del tercer mundo de la región parisina que ya no reside en la
ciudad intra muros como en la época de Martínez. Gamboa bosqueja, a
través de los encuentros de algunos migrantes venidos de todo el planeta, un
cuadro preciso de la explotación, de la soledad, de la miseria y del valor de
los trabajadores en la región que ya cuenta unos 11 millones de habitantes.
Debemos al poeta argentino Roberto Juarroz esta gota de luz: «la realidad
para ser necesita la imaginación». A nuestra breve e incompleta historia del
París imaginado por los escritores y poetas, la relación de las aventuras de
Román Velásquez trae una vena picaresca, que desde el Lazarillo de Tormes
escenifica antihéroes de condición marginal, quienes ejercen con humor su
desenvoltura en sus encuentros con medios sociales muy diversos. Martínez
renueva el género al integrarle el legado de los escritores y poetas que asocian
lo sublime y lo sórdido: ecos de la alegría vital de Vallès, del spleen
de Baudelaire y hasta los de la sed de triunfar de Rastignac resuenan en la
exclamación de uno de los compinches de la gallada de la novela, cuyo juego
sobre la palabra parís, resume la ciudad soñada del autor: «¡Aquí
París o te reventás!».
.
La palabra literaria un retozo de primavera
Por Efer Arocha
Revista
Vericuetos. Paris
La novela Un habitante del séptimo cielo del escritor colombiano Fabio
Martínez, que transcurre en París, tiene una estructura sostenida por un eje
temporal a través de las estaciones del año. En Europa el tiempo tiene tanta
objetividad, es tan real que es asible no sólo con las manos sino también con
la piel, los ojos, el pelo, los huesos, y lo que es más interesante, la
conciencia transformada en pulpo lo atrapa como ella quiere. El libro que nos
ocupa tiene una lectura desde distintas perspectivas en lo concerniente a la
libertad que no comento para dejarle ese placer al lector. En cambio retomo la
atmósfera externa que se vive actualmente en Francia. Hay una pasión en torno
de lo jurídico, las disquisiciones se centran en cuál es la diferencia de
libertad bajo palabra, libertad condicional y libertad bajo caución y sus
consecuencias, que es la que acaba de obtener nuestro ciudadano en apuros en
una cárcel neoyorquina de la peor laya. Se presenta mayor encono en el
tratamiento que el código francés tiene para el detenido, donde no es permitido
que el sindicado sea exhibido en público esposado o en condición degradante;
asunto que en el derecho anglosajón no presenta ningún interés. Sin embargo, la
polémica no se detiene ahí; sino que se ahonda. Los estadounidenses acusan a
los franceses de hipócritas porque no hacen público sus deslices de catres. La
realidad es muy distinta, en Francia la vida personal e íntima de los
ciudadanos es un asunto meramente personal y bien banal que se respeta
rigurosamente y por ello nadie habla públicamente de esto. Son esas
concepciones que perfilan la entidad de Europa y por ende del pueblo francés.
Todos los placeres y dolores de la humanidad han sido tratados de una u otra
manera por la poesía o la narrativa. Recuerdo ahora, si no estoy equivocado, un
libro poético de Octavio Paz, que tiene como título Libertad bajo Palabra, en él hay algunos poemas dedicados a los
campesinos, entre los cuales están los que trabajan el enequene. El enequene es
la Furcraea andina conocida en Colombia,
entre los campesinos santandereanos de la zona de Aratoca, Cepitá y San Andrés
como fique, planta de la cual se extrae un fibra para hacer empaques, y que me
deleita nombrarla en lenguaje popular: “para hacer costales, alpargatas o
cotizas y mochilas”. Cuando termina su crecimiento brota una inmensa vara que
los campesinos aludidos llaman “maguey”, de flores en principio blancas que
terminan en un morado de orquídea catleya. Discutiendo con Claude Fell sobre el
poema de Paz, le decía que había un error cromático en un verso del poema, y él
me sostenía lo contrario. Como no conozco el fique mexicano le di la razón al
decano de literatura de La Sorbonne hoy jubilado. Un día cualquiera, en la Casa
de los Escritores situada en la rue Verneuil;
vi en el patio a Octavio Paz que tomaba café, siendo el único cliente del
establecimiento; me acerqué, lo saludé, él me correspondió muy afablemente y me
invitó a tomar un café; ocasión que yo aproveché para enrrumbar la conversación
con el propósito de aclarar mis dudas sobre el poema. El maestro no sólo no se
acordaba del poema de mi interés, sino de ninguno de los de su libro, lo
despedí con un abrazo y me dije “los poetas cuando llegan a viejos se olvidan
hasta sus propios versos”. Pienso que fue su última vez que vino a París.
Retomando el hilo, ya era de
madrugada, y los rezagados, entre los que me encontraba, poniéndole la mano en
el hombro a un estudiante de matemáticas y física le comenté: “que la lectura
era apenas un granito de arena en la playa, pero que sin arenas no podía
existir la playa de mar en la literatura colombiana”. El acto también fue un
pretexto para crear la ocasión del encuentro entre amigos, conocer nuevos
amantes de la lectura, establecer posibilidades de contactos en una urbe donde
todos estamos solos.
La edición bilingüe,
francés-español, la dedicamos en coedición con la Universidad del Valle que
tiene su sede principal en Cali, Colombia, a la novela Un habitante del séptimo cielo, del escritor colombiano
Fabio Martínez, quien hala en la carreta de sus creaciones varios textos de
ficción, como también ensayos de carácter histórico, donde se incluye una
biografía de Jorge Isaac, autor de María, primera novela romántica de
América Latina.
La crítica literaria ha
empezado a manifestarse en torno de este libro, en cuyos rasgos se percibe una
atmósfera de lo transgeográfico; igualmente el trasterramiento hace asomos
mediante el sueño de la añoranza valiéndose de los respiros que empiezan a
aparecer cuando pasando los años se piensa en la lejana tierra de los juegos
infantiles y de esa juventud que le corre la cortina a la vida para poder mirar
mundos desconocidos. Son los primeros elementos que el lector latinoamericano,
viviendo en París, encuentra en la condensada página. Sobre este texto el poeta
Juan Manuel Roca ha dicho: “Fabio Martínez mezcla en su marmita belleza y
sordidez. Los cuatro ciclos del libro: verano, otoño, infierno (donde los
personajes pasan una rimbaldiana temporada) y primavera, forman un fresco de
esa ciudad tantas veces mitificada”. Fernando Cruz Kronfly anota: “Se trata de
una novela estupenda, muy bien escrita, sobre un tema siempre vigente relativo
a los desencuentros culturales y de la vida cotidiana entre Latinoamérica y
Europa”. Carlos Patiño Millán sostiene: “Un habitante del Séptimo Cielo se
leerá como el otro lado de Rayuela, como un testimonio valiente de quien
reivindica la nada, el desgaste, el embale, la rumba y la baba como actitud vital”.
En la ficción del Séptimo
Cielo los valores estéticos, que son las categorías que niegan o afirman la
perdurabilidad de la creación literaria, empiezan a bosquejarse en el ardor de
la vida parisina en tanto que placer y sufrimiento; por ello, puede ser el
libro en cierto sentido de cada uno de los que nos encontramos aquí, sin
embargo, lo mejor es beber en el agua de la fuente.
Un habitante del séptimo cielo
Por Juan Manuel Roca
Edición bilingüe Español-Francés
Programa Editorial Univalle y Revista Vericuetos de Paris
Esta novela de Fabio Martínez,
«Un Habitante del Séptimo Cielo», transcurre en París. Allí, en medio de la
mitología urbana de una ciudad cargada de historia, cada extranjero hace
pesquisas por sus fantasmas: por acá cruzó Miller, en aquel lugar Hemingway
escribió París era una Fiesta, aunque el hambre y el sueño de los
latinoamericanos pudieran trocarlo en París en una siesta. El mundo escindido
de un grupo de colombianos indocumentados, aunque para un colombiano en París
tener documentación puede resultar igual de peligroso, es mostrado en forma
desgarrada, pero bien condimentado con la sal del humor. Fabio , Martínez
mezcla en su marmita belleza y sordidez. Los cuatro ciclos del libro; Verano,
Otoño, Infierno (donde los personajes pasan una rimbaudiana temporada) y
Primavera, forman un fresco de esa ciudad tantas veces mitificada. Pero más que
el París de los simbolistas, parece en sus mejores momentos el de Los
Cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rilke, ese París que lo hizo preguntarse
al primer contacto: «¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo?
Más bien hubiera pensado que aquí se muere».|
Ese mismo sabor de algo que
zozobra hay en esta novela de Fabio Martínez. Algo así como morir en medio de
un museo, esa especie de deslumbramiento patético que el personaje de la novela
reproduce: hambre y hastío en una escenografía que habitara Baudelaire. Novela
desmitificadora, Un habitante del séptimo cielo nos muestra el reverso del
mito, las burdas costuras de que está hecho el deslumbre parisino que
encegueció a modernistas y a plumíferos de esta América, escritores que soñaban
con pasear por Versalles y morir…