Entrevista con Piedad Córdoba

Piedad Córdoba


Para un gobierno sin piedad
Por Fabio Martínez

Conocí a Piedad Córdoba en Cali una tarde de julio de 2000. En aquel año, Piedad era una figura nacional que salía en la televisión, mojaba prensa y se destacaba en el Congreso de la República por sus posiciones a favor de las mujeres, los negros y los Derechos Humanos. Su personalidad donde sacaba a relucir sus raíces mulatas -hija de padre negro chocoano y madre blanca antioqueña-, la hacía ver como una mujer carismática, siempre dispuesta al diálogo abierto y sincero. Piedad Córdoba acababa de desembarcar de Montreal, Canadá, donde había viajado no precisamente en plan de descanso, sino que, acosada por las amenazas de muerte de Carlos Castaño, se encontraba en asilo en este país del norte, junto con sus hijos, después de un secuestro que casi le cuesta la vida. Aquella tarde de julio, nos reunimos en mi apartamento del sur de la ciudad. Mientras los escoltas esperaban aburridos en la portería del edificio, Piedad, vestida a la usanza de una princesa africana, me contó su vida agitada, que al cabo de los años, se ha convertido en un libro, a la espera de un editor.
Estos son algunas apartes de mi larga entrevista con una de las mujeres más tenaces del país, y que hoy, infortunadamente, sufre el escarnio y la persecución política porque sencillamente piensa diferente.

¿Ha padecido de discriminación racial?
Doña Lía, mi madre, terminó su magisterio y la asignaron para ir a trabajar como maestra en una escuelita de Puerto Valdivia, en el río Cauca. Allí conoció a mi padre quien era el director de la escuela, y era una persona muy conocida en el pueblo. Apenas mi abuela conoció al director del plantel, reconoció en mi padre su cultura y su seriedad; pero había algo que no le pasaba por la garganta: era negro. Sin embargo, y a pesar de los complejos racistas, mi abuela se la entregó y le encomendó que la cuidara. Lo que mi abuela nunca sospechó fue que mi padre se quedó con mi madre toda la vida. Mi abuela siempre apreció la inteligencia de mi padre; pero nunca se lo tragó porque era negro.

¿Cómo fue su ingreso a la universidad?
Por mi perfil rebelde y contestatario, yo debería haber estudiado en la Universidad Nacional o en la U. de Antioquia. El ingreso a la “Ponti” fue curioso y lleno de contradicciones pues mis entrevistadores tenían un informe minucioso del Centro de Educación Femenina -el CEF-, donde cursé el bachillerato. En aquel informe se decía que yo era una de las instigadoras de un paro. Entonces, los entrevistadores de la U., comenzaron a hacerme preguntas como si fuera la hermanita menor del cura guerrillero Camilo Torres. Mi permanencia en la UPB fue contradictoria, pero al mismo tiempo, fecunda, pues en medio de un ambiente de discriminación y de rechazo, yo comenzaba a saber qué me gustaba y, sobre todo, a saber elegir en la vida.

¿Cómo es su ingreso a la política?
En la década del setenta, el movimiento estudiantil estaba en la punta de la cresta de los principales conflictos del país. En 1977, yo estaba a punto de terminar mi carrera de Derecho en la U. Pontificia Bolivariana. Si no logré meterme en el movimiento comunista fue porque no encontré la flecha. Cuando me meto en la política, lo hago a través del Movimiento de Izquierda Liberal que dirigía William Jaramillo Gómez. Yo no conocía a Jaramillo, pero me parecía un hombre honesto y transparente. Ellos tampoco me conocían y cuando me preguntaban por mi pasado político, yo les mencionaba a mi tío Diego Luis Córdoba quien fue líder estudiantil liberal en los años 30, y más tarde, en el año de 1947, cuando representó al liberalismo en el Congreso de la República, fundó el departamento del Chocó. Allí comenzó mi carrera política.

Ha sido víctima del secuestro en dos ocasiones. ¿Cómo fue esa dolorosa experiencia?
Primero fue el Ejército Popular de Liberación -EPL- un grupo maoísta de extrema izquierda, y luego, los paramilitares al mando de Carlos Castaño, un grupo de extrema derecha.
La primera vez que me raptaron fue en San Pedro de Urabá, en 1990, mientras estaba de gira política por el Partido Liberal de Antioquia para la Asamblea del Departamento. Yo le pregunté al comandante de la operación, por qué razón nos habían retenido, y él me dijo que hacía dos días habían matado a tres guerrilleros. La situación era tensa. Los guerrilleros cogieron al abogado Carlos Echevarría que iba conmigo y lo encañonaron. Miré hacia las montañas y vi una cantidad de guerrilleros apuntándonos con sus fusiles. En un instante, pensé: si no actúo rápido, aquí nos matan y muertos nos quedamos. Entonces, me volví al comandante y le dije: “Oiga, hermano; ¿cuál es el problema?”. La única responsable de la gira soy yo”. Y le conté por qué estábamos en la región, a qué movimiento pertenecíamos, y qué nos proponíamos.
El comandante, pistola en mano, me puso contra el auto, y me preguntó qué estaba haciendo en la región. Yo le contesté: “Nada. Yo solo estoy haciendo política. Yo aquí soy la jefe, como usted”. Y mamándole gallo, le cogí su cachucha que llevaba las siglas del E. P. L., y me la puse en la cabeza. Al tipo le dio mucha risa porque veía que yo no estaba asustada. Yo le dije enseguida: “Si nos va a matar, mátenos de una vez; pero eso es injusto porque nosotros no tenemos velas en este entierro”. En aquel momento, llegó otro guerrillero en un jeep destartalado, y dijo que allí no pasaba nada. Que nos soltaran y nos dejaran ir.
La segunda vez que me secuestraron fue en 1999. Ésta vez lo hizo Carlos Castaño, el fundador de las Autodefensas Campesinas de Colombia, las AUC. A mí me raptaron en Medellín y me llevaron vendada en una camioneta durante más de cien kilómetros. Nunca supe, de verdad, dónde fue mi lugar de reclusión; pero por el aire caliente y húmedo que entraba por la ventanilla, intuí que me llevaban hacia el Urabá Antioqueño y el departamento de Córdoba, centros de operaciones de los paramilitares y de la clase política que ha cohonestado con ellos. Justamente, es en Córdoba donde está situada la hacienda ganadera El Ubérrimo, de propiedad del Presidente Álvaro Uribe Vélez. Luego del viaje en auto, me bajaron en un paraje desolado. Lo primero que me impactó fue la extrema pobreza en la que vivían los campesinos. La alimentación era terrible; como para cerdos: arroz, lentejas, fríjoles y agua de panela.
A la semana de estar allí sin hablar con nadie, llegó Carlos Castaño en una camioneta. Venía fuertemente escoltado. Se sentó en una mesa, y lo primero que me dijo fue: “Negrita; ah, por fin; aquí tenemos a la negrita”. Era el mismo tono burlón y peyorativo con que siempre han tratado a los negros en Colombia.
Como siempre me ha gustado ser frentera con la gente, le pregunté en varias ocasiones por qué me había secuestrado. “Si me va a matar, hágalo ahora mismo. Yo no tengo miedo”.
Aquel día, sin decir nada, cogió su camioneta y sus hombres, y se largó.
Cuando Castaño llegó por segunda vez, leí en sus ojos que tenía la intención de acribillarme. En aquella ocasión, hablamos de política, y allí senté mi posición liberal y progresista. Le conté qué pensaba del país. Él nunca dejó de llamarme irónicamente “negrita”. Cuando terminé, le miré a los ojos, y lo increpé: “Carlos, si usted es tan berraco, máteme”.
Después llegaron unos calanchines en un auto, y dieron la orden a los campesinos que me cuidaban, que me cambiaran de ropa, y me dejaran ir. Yo subí al auto con una blusa y un jean que me habían traído, y me dejaron abandonada en una carretera. A los pocos días me presenté con mis hijos en la Embajada de Canadá de Bogotá, y una mañana fría salí exiliada rumbo a Montreal.

¿Cuáles han sido sus banderas de lucha desde que llegó al Congreso de la República?
Han sido tres: la lucha por las mujeres, la lucha por los negros y la lucha por la justicia social. En la lucha por la justicia social está incluido el Acuerdo Humanitario y la liberación de los secuestrados. En los años noventa, se estaba discutiendo el Plan Nacional de Desarrollo. Allí logré que se aprobara la ley de equidad sobre las mujeres. ¿Qué implicaba esta ley? Que las mujeres tuvieran el derecho al trabajo y a tener una cuota de poder similar a la de los hombres. El otro acierto que logré en el Congreso fue la ley contra la violencia intrafamiliar. Este es un drama mundial. En España los hombres matan a las mujeres cuando éstas deciden dejarlos. En Monterrey, México, las desaparecen. En Colombia, México, Perú, Venezuela y Ecuador, las golpean. Esta ley ha blindado a la mujer de la violencia masculina y ha permitido que las parejas dialoguen sus problemas y resuelvan sus conflictos pacíficamente. En el Congreso, así mismo impulsé la ley de defensa de los derechos de las minorías étnicas y la lucha por los Derechos Humanos.
Desde que estuve en la Cámara de Representantes, hice parte de la Comisión de Derechos Humanos. Allí conocí a los dirigentes del Partido Comunista, de la Unión Patriótica y del antiguo M-19, con quienes hice alianzas para condenar la violación sistemática de los derechos humanos en el país. Allí conocí a Gustavo Petro, quien ha tenido la tenacidad de denunciar las alianzas oscuras entre la clase política tradicional y el paramilitarismo. Allí me hice amiga del senador Manuel Cepeda Vargas, miembro de la Unión Patriótica quien fuera acribillado por Carlos Castaño cuando salía de su casa y se dirigía al Congreso. Hoy, mi lucha es por el Acuerdo Humanitario y por la liberación de todos los secuestrados de Colombia.