Capítulo de la novela Un
habitante del séptimo cielo de Fabio Martínez
OTOÑO
El cielo en otoño es una jalea amelcochada
que en las tardes comienza a descomponerse como una melodía de John Cage; una
espátula de cristal ha pasado mezclando un azul intenso con un turquesa y un
magenta; si te encontraras en Trocadéro o en el último piso de Montparnasse
podrías ver el reguero de manchones que han quedado sobre la esquina de la
ciudad, pero dicen que otoño es la estación de los amantes, el tiempo perfecto
para escribir poesía; además, la lu z es
ideal, de un color tenue, cobrizo, todos los días se desliza sigilosamente como
una serpiente sobre la bruma espesa que se concentra en las calles; no importa
si es mediodía o ya esté amaneciendo, pero en medio de ese espectáculo de
colores intensos que es el otoño, siempre se mueve un hilo negro e invisible, y
lo peor es que tú no te das cuenta.
En
las mañanas, a veces cae una brizna de rocío que empapa la cara de los
transeúntes y humedece las calles y las aceras; hay días que sale el sol y
trata de descongelar esa masa neblinosa que convierte a la ciudad en una
fúnebre bóveda, pero a medida que van pasando, ese viejo corrido va
calentando menos y perdiendo cada vez más poder, hasta dejar la ciudad hundida
en un tono grisáceo y deprimente que te va carcomiendo por dentro. A partir de
ese instante, todo dependerá de ti. O te hundes en la ciudad y te dejas perder
en esa masa neblinosa, o sales al otro extremo, como el buen buceador conocedor
y paciente. Pero estas cosas nunca son evidentes como uno siempre las desea o
las piensa, A veces, estás abajo, y sin embargo, te sientes feliz, sin
problemas; o estás arriba, en la gloria, y enseguida experimentas una sensación
desagradable, de hastío y repulsión hacia ti mismo; descubres lo peor de ti y
te das cuenta que eres el hombre más infeliz de la tierra. Pero eso no es lo
terrible, lo peor de todo es que tú ignoras el origen de tu odio, de tu
malestar, y no sabes a quién achacárselo; a cada instante sientes ese bichito
trabajándote por dentro y sin embargo, no sabes por qué ni desde cuándo está
operando allí; no te das cuenta si ya venías con eso o lo acabas de contraer en
el lugar donde aspiras a vivir y a hacer tu vida, así tú no conozcas a nadie y
al principio todo se te presente como algo nuevo y atrayente.
Por
esas cosas del azar, otoño significó para Andrés y para mí, el comienzo de una
separación inevitable. La ciudad, de otra parte, empezaba a mostrarse fría y
hostil hacia nosotros, y en vez de ayudar a encontrarnos en algún lugar, cada
vez nos aislaba más, abandonándonos a nuestra propia suerte y al destino
incierto que iban tomando los días. La soledad y el desconcierto, por su parte,
también iniciaban su triste tarea robándonos nuestra energía y dejándonos en un
estado de desolación, que sobre todo, se hacía más pesado en aquella chambra
del Séptimo Cielo donde el silencio era tan fuerte, que hasta las moscas
que había dejado el último inquilino salían despavoridas para nunca regresar.
Era
un lugar sórdido, de escasa luz y paredes gruesas y costrosas donde todavía
rondaba el olor pestilente de su antiguo inquilino; no tenía agua ni inodoro, y
por las noches cuando daban ganas de orinar, había que sacar el pene por la
ventana para evitar ese zaguán oscuro donde estaba “el turco”, un lavabo y
treinta y cinco piezas numeradas, como en los asilos.
En
el corredor, la hilera de puertas del mismo color daba la idea de un hospital
donde los enfermos vivían encerrados, y únicamente salían cuando estaban
aburridos o tenían que cumplir alguna necesidad apremiante. Uno se cruzaba con
ellos en “el turco”, en las mañanas donde siempre había que hacer cola, o en
las escaleras que tenían la forma de un caracol sucio y renegrido por la mugre.
De resto, durante el día, no se veía entrar un alma por el pasillo; sólo la
infinita hilera de puertas numeradas, que al ser observadas desde cualquier
ángulo producían una desagradable sensación de vacío y soledad, como si en
aquel lugar no viviera nadie o estuviera habitado por fantasmas.
Yo llegué
a aquel lugar una mañana de octubre fría y soleada. Las hojas de los árboles
esparcidas sobre el asfalto creaban una gruesa alfombra por donde daba gusto y
se hacía agradable caminar. La concierge me había entregado las llaves y
aduciendo una vieja enfermedad que la aquejaba en ese momento, me dejó en la
puerta gris donde había un letrero que rezaba:
“ESCALERA
DE SERVICIO” y más abajo, en trazos borrosos y descoloridos, una letra “C”
Los
primeros días pasaron tranquilos, sin ninguna novedad que de pronto rompiera el
curso de las cosas. Yo acostumbraba a quedarme todo el día en la chambra,
reconociendo el lugar y aprehendiendo el nuevo espacio en el que iba a vivir de
una manera fija, como decía el contrato. Reconocía los nuevos objetos que me
rodeaban, los nuevos olores y humores que entraban del pasillo cuando yo salía
al baño o tenía que bajar en busca de comida; las voces, y cierto ruido
especial que al principio no identifiqué, pero que después, por la fuerza de la
costumbre y de las visitas continuas al “turco” pude felizmente descubrir.
Sentado en una mesa que había recogido en la calle, pasaba horas enteras
escribiéndole cartas a mi madre y a mis valerosos amigos donde les contaba con
lujo de detalles mi primer día en Francia, las largas y agotadoras caminatas
por París en compañía de Andrés que desde Cali ya era considerado como un
“nuevo integrante” de la familia Velásquez; ciertas aventuras y desgracias (las
primeras exageradas), y sobre todo, en aquellas epístolas que a veces llevaban
entre sus pliegos hojas de otoño y boletos de entradas a museos, me regodeaba
describiendo con artilugio y sabiduría mi nueva residencia en Francia.
“Querida mamá, ahora vivo en un séptimo piso
de prestado, cuarto alfombrado, luz, agua caliente y agua fría, cargas
comprendidas. Me doy el lujo de hacer mis necesidades –como dice la gente
emperifollada en la mesa de comedor– en un cagadero de porcelana china que se
desocupa por la acción de la energía. Ahora, justamente, estoy sentado en este
delicioso lugar donde suelo inspirarme y recordar los momentos más felices de
mi vida.
No es
necesario decirlo, pero para
mí los inodoros siempre han sido
fuente de vida, lugar donde se han craneado los grandes proyectos y dirimido
los más grandes negocios; los más horrendos crímenes se han planeado en este
oscuro lugar y gestado las más perversas pasiones. Los argumentos más serios y
convincentes los he leído en los baños públicos; sobre todo, los más
sinceros.
Aquí, en
este lugar, supe del profundo amor que sentía “Pajarito” por sus alumnos; me di cuenta que María, la vendedora de grosellas, lo daba por diez pesos y si le gustabas, por
nada; conocí la lista de los que habían traicionado (estaban todos pintados
sobre un papel que alguien había usado para limpiarse el trasero), fumé
yerba y leí por primera vez a Kafka.
Ahora es diferente. Estoy sentado estrenando, como se dice en
Cali, con las nalgas blancas del frío y viendo las películas del momento. A mi
lado, está el papel higiénico “Sedita” y un spray para conservar el medio
ambiente, por si las moscas. Periódicos, el diccionario Larousse
pequeño-de-bolsillo y algunos ejemplares de ciencia-ficción.
Quizás,
hoy asuma una actitud más intelectualizada pero la postura continúa siendo la
misma. Me siento, abro una página para distraerme y empieza la película del
pensar. Es como el oráculo de los dioses. Al principio es la postura serena, el
rogar, el implorar, luego se va acrecentando hasta que culmina en un clímax
fortísimo y, ¡plafh! Es cuando yo digo que la musa me atrapa, la inspiración, la Gran Cagada , y después
a esperar la paz.
Tu hijo
que te quiere: Román.