Por Fabio Martínez
Hace algunos unos
días asistí a una conferencia sobre gastronomía, y cuando el especialista
terminó su brillante exposición, alguien del público le preguntó que si él
podía freír un huevo. El conferencista, perturbado, bajó la cabeza, y dijo que
no.
Esta situación, que
también se repite entre el círculo de los estudiosos de la música popular -hay
algunos expertos que no tocan ni maracas-, no lo ha sido para los escritores
que desde su temprana edad tuvieron una relación con la música, y su obra
literaria, si se quiere, es un concierto “musical” signado por aquel lenguaje
deslumbrante y cautivador, lleno de sonidos y silencios, de la que está hecha
la diosa de las musas.
En el campo de jazz,
es sabido que escritores como James Joyce, Boris Vian y Ezra Pound tuvieron una
fuerte influencia de este ritmo de la primera posguerra, y su obra expresó
aquel espíritu vibrante e innovador, que venía del sur de los Estados Unidos y
que terminó por conquistar a las grandes urbes del mundo como Nueva York y
París.
En el autor de Ulises,
la influencia del jazz se manifestó en el juego y descomposición del lenguaje y en el ritmo
vertiginoso y sincopado de sus enunciados. En Boris Vian, que vivió de su
trompeta en las boites de París, podemos ver la fragmentación del
tiempo, que era una técnica utilizada por los jazmen de la época.
En Ezra Pound y la
tribu surrealista de los años 20, se introduce la “escritura automática”, que
viene de la improvisación, principio regulador del jazz, inaugurado por Dixie
Gillespie y Charlie Parker, y luego, en la salsa, con Machito y Miguel Bauza,
los creadores del jazz latino.
Es, justamente, a
partir de la fusión de los ritmos afrocaribeños con el sonido del jazz, que la
salsa se convierte en un fenómeno mundial.
Parafraseando a
Dámaso Pérez Prado, podemos decir que a partir de aquella fusión, que es el
resultado del proceso migratorio de los músicos del Caribe hacia Nueva York, la
salsa es universal.
Cuando un movimiento
estético es verdadero no solo influye en su micro-universo, sino también, llega
a tocar las fibras internas del arte en su conjunto.
Esto fue lo que
sucedió con la música afrocaribeña y la salsa neoyorkina, que invadió,
felizmente, el campo de la literatura latinoamericana produciendo una serie de
obras vigorosas y saludables para los lectores.
¿Quién no recuerda
las novelas Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto
del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, donde las atmósferas y los
juegos de palabras nos remiten a La Habana rumbera de los años cincuenta? ¿Qué
lector no lleva en su memoria La importancia de llamarse Daniel Santos y La guaracha del macho Camacho del
escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, llenas de alegría y encanto?
En Colombia, país
rumbero por excelencia, tradición que nos viene de los españoles, los indios y
los africanos, este matrimonio feliz entre música y literatura, comenzó a
descollar en las década del sesenta con Óscar Collazos, Roberto Burgos Cantor y
Umberto Valverde.
Collazos publica en
1967 el libro de cuentos Son de máquina, cuyo título es un homenaje a
Beny Moré, el bárbaro del rimo. Burgos Cantor publicará, por su parte, Historia
de cantantes y Umberto Valverde verá a la luz en México, bajo el sello de
la Editorial Diógenes, su ópera prima, Bomba camará, título tomado de un
güagüancó de Richie Ray.
¿Por qué estos tres
escritores y, particularme Valverde, inauguran su literatura abrigados bajo el
encanto de las notas sincopadas de la música afrocaribeña?
Tanto Collazos como
Burgos Cantor y Valverde son escritores calentanos que nacieron cerca del mar.
Quizás, esta determinación
del paisaje que los parió y los vio nacer fue determinante en sus vidas y en su
literatura. Tal véz, el fenómeno antropológico, en el sentido de que en
aquellos años la cultura entraba por el mar (hoy entra por Internet), fue
decisivo en la educación sentimental de estos tres tristes tigres, que antes de
hablar y escribir, aprendieron a bailar.
Si Valverde no
hubiera nacido en el barrio Obrero de Cali sino en Estocolmo hubiera sido el
colmo, hubiera sido un maravilloso extravío de la naturaleza.
Es, precisamente, el
barrio Obrero, el barrio popular, que forma literariamente al joven escritor
Valverde. Es la esquina, donde en compañía de la ‘gallada’ se reúne para echar
cuentos, silbar melodías de Daniel Santos y contemplar la belleza y el encanto
de las féminas. Es el bar Fantasio de la negra Esperanza a donde llega la
música cubana que entra en barco por el puerto de Buenaventura donde Valverde
afina su oído y comienza a pensar sus primeros cuentos.
El resultado de esta
primera educación sentimental será el libro Bomba camará, un homenaje
del escritor caleño a Richie Ray, a la música caribeña y a la salsa.
En Bomba camará
hay cuentos memorables como “La calle
mocha”, “Carevieja” y “Un faul para el pibe”.
De la bomba a la
bemba colorá
Pasará cerca de una
década para que el escritor caleño vuelva a publicar un libro cuyo sustento sea
la música popular.
Durante estos años,
Valverde, buscando nuevos horizontes, viajará a México, y allí tendrá una
relación intelectual con los escritores Gustavo Sáenz, Juan García Ponce y
Álvaro Mutis. Luego de esta experiencia intelectual que lo remitirá a su
infancia cuando su madre lo llevaba al teatro Rialto a ver en la pantalla a las
grandes rumberas como la Tongolele, Meché Barba y María Antonieta Pons, el
escritor regresará al país porque siente que su espacio vital se encuentra en
su ciudad natal.
Alternando su vida de
escritor y periodista con sus periplos nocturnos a los principales templos de
la rumba caleña (Séptimo cielo, Honka Monka y Río Cali), el escritor caleño se
obsesionará por aquella negrita que había nacido en el barrio Santos Suárez de
La Habana, y que él vio cantar en el teatro Imperio, cuando su madre lo llevó
cogido de la mano. Valverde tenía ocho años cuando oyó por primera vez aquella
voz atronadora de la ‘guarachera de Cuba’, y desde aquel momento, la figura de
Celia se le convirtió en una pasión.
El resultado de
aquella obsesión fue su magistral libro Celia Cruz, reina rumba
publicado en 1982.
Celia Cruz, reina
rumba,
escrito en ritmo de clave cubana, es una fusión literaria donde se mezcla la
crónica, la novela, la biografía y la autobiografía.
Aquí, Valverde se funde con aquella diosa de ébano que ha
hecho bailar al mundo, y que él vio una vez, en el desaparecido teatro Imperio
del barrio Belalcázar, cuando tenía ocho años, y quedó deslumbrado para toda la
vida.
Con Celia, Valverde
se transporta a aquellos lugares prodigiosos, a donde la música, nuestra música
latina nos puede transportar, dejándonos un libro bello, exquisito y escrito
bajo el influjo frenético y desplazado que impone la síncopa.
Cabrera Infante, que
en este momento debe estar bailando en el cielo con Celia Cruz, lo dijo:
“Valverde es el
leviatán que lleva música adentro, como el ballenato que cantó en la ópera. Su
onda no es sólo la de David; son muchas ondas: son las ondas del mar Caribe y
ha hecho nacer de entre ellas una Venus negra, una Venus afro, a la que él
llama Reina Rumba: Celia Cruz”.