Fragmento de la novela El tumbao de Beethoven de Fabio Martínez
Son de
la loma
Era una
noche especial. Richie Ray y Bobby Cruz, los reyes del boogaloo, se
presentaban en el coliseo de El Pueblo, de Cali, después de diez años de
ausencia.
Desde su
casa ubicada en la colina de San Antonio, Humberto Otero llama por teléfono a
Violeta González para invitarla al concierto. Violeta, que no lo ha visto desde
su partida a Bogotá, pregunta emocionada: ¿Voy sin calzones?
El joven
recoge a Violeta en la esquina de la Novena, y ordenándole al taxista que los
conduzca al coliseo, toman la avenida Quinta y se dirigen hacia el sur de la
ciudad.
En el
aire hay un ambiente cálido y chispeante.
El
coliseo está a reventar. Humberto y Violeta toman asiento en Platea y se ubican
en un ángulo estratégico para poder ver a los músicos. A ellos no sólo les interesa
escuchar la música sino también contemplar el performance que éstos
hacen con sus movimientos.
La
primera orquesta que sale al escenario es la Gran Banda Caleña; finalmente,
hacia las doce de la noche, lo que el público esperaba: se presentan los
creadores del boogaloo, que en Cali habían partido la música en dos:
Richie Ray y Bobby Cruz.
Richie,
un poco más gordo, va vestido con un saco color vainilla, corbatín y pantalón
negro. En el bolsillo izquierdo de su camisa lleva una flor amarilla. Bobby
Cruz, más alto y espigado, viste un saco color vainilla, corbatín y pantalón
negro. Una cruz de oro cuelga de su cuello.
Richie
se sienta en el piano; apenas toca los primeros acordes de Sonido bestial,
el público, enloquecido, se para en los asientos y comienza a tararear la vieja
canción:
Tú que decías
que ya no servía.
Oye,
tú que decías
que ya no salía.
Embrujada
por la orquesta, Violeta salta sobre los hombros de Humberto y abriendo sus
brazos de par en par los agita salvajemente. Es en aquel momento que el joven
siente, a la altura del cuello, una pelusa tibia, como si fuera la piel
aterciopelada de un gato, y sonríe.
Aquella
madrugada, Humberto y Violeta terminan cenando en el restaurante El Bochinche.
Después de la cena, se van a hacer el amor al Motel Meléndez, del sur de la
ciudad.
Es la
última vez que Humberto la ve.
Ahora,
está sentado en una silla de ruedas, acompañado de su tía Tiresias quien le
sirve de lazarillo. Su piel está llena de cicatrices por unos granos que le
salieron en Bogotá.
Después
de diez años de ausencia, tiene la ilusión de que Violeta algún día regrese a
la ciudad, y se cumpla lo que dice la canción de Celio González que escuchaban
juntos en el bar de William.
Todos vuelven al lugar
donde nacieron
al embrujo incomparable
de su sol.
Todos vuelven al rincón
donde nacieron
pero el tiempo del amor
no vuelve más.
Humberto
la conoció de niño en la colina de San Antonio, el barrio más antiguo de la
ciudad. Fue una tarde que él estaba cogiendo mangos en la Circunvalación. El
niño estaba debajo del palo de mango cuando un fruto lo golpeó en la cabeza.
Alzó la mirada y en la copa del árbol vio a una niña que se estaba comiendo un
mango viche.
— Mirá,
ve ¿vos cómo te llamás? —preguntó la niña desde lo alto, con ese tono lento y
sincopado que usan los caleños.
—Me
llamo Humberto. ¿Y vos?
—Violeta.
¿Querés un mango viche?
—Bueno
—contestó Humberto.
—Vení,
pelado; subí y cogelo.
La niña
levantó la falda y le mostró la cuquita.
Desde
aquel instante, Humberto aprendería que Violeta González era una niña salvaje
que le gustaba ir a todas partes sin calzones.
Humberto
vivía en una casona de San Antonio con su heroica madre y sus siete tías. Era
una vivienda de techos altos, rojizos, paredes blancas y zócalos verdes. La
madre y sus tías trabajaban en La Garantía, la primera fábrica de confecciones
que hubo en la ciudad. Apenas llegaba el fin de semana, ninguna ocultaba su
pasión por el baile; y en compañía de sus pretendientes, armaban la rumba en la
casa o se iban a tirar paso a Juanchito.
Humberto
era el único niño de la casa que no tenía padre. O sí tenía. Era un N.N. Por
esto era el consentido de su madre y de sus siete tías, las que tan pronto
sonaba en el picó una guaracha de Daniel Santos, comenzaban a darle
vueltas en el aire hasta marearlo. El niño se movía por entre las piernas
sudorosas de la pareja de turno, resbalándose y cayéndose al piso. Apenas le
cogía el sueño, se quedaba dormido en el regazo de una de sus tías.
El día
que presentó a Violeta ante su familia, temía lo peor: que ella fuera sin
cucos. Entonces, le dijo:
—Mi
amor, te voy a presentar a mi mamá y a mis siete tías; pero te pido un favor:
llevá calzones.
Fresca y
risueña, la niña contestó:
—Mirá,
Humberto; vos a mí no tenés por qué ordenarme nada. Yo sé qué tengo que elegir
para cada ocasión.
Y se
presentó sin cucos.
Beethoven
Carabalí Reyna sube los sábados a la colina de San Antonio a jugar fútbol.
Allí, una tarde, mientras se disputaba un picado entre la gallada de San
Antonio y la de El Peñón. Humberto lo conoció y se hicieron amigos.
Bheto,
como le dicen sus amigos, es un negro pinchado de ojos color miel que usa el
pelo embombado a lo Jimmy Hendrix. Su dentadura es tan blanca que le recuerda
el teclado en el que tocó por primera vez Richie Ray en la caseta Panamericana.
Al contrario de Humberto, Bheto tiene padre. En su juventud, don Aristarco Carabalí
fue cortero de caña del Ingenio Manuelita. Un día, con su machete, se voló tres
dedos de su mano derecha; por esto fue indemnizado por la empresa. Con el
dinero de la indemnización construyó una casita en el barrio El Diamante,
adquirió un equipo de sonido y le compró a su hijo las primeras zapatillas de
baile. Son unas babuchas doradas, que hoy están exhibidas en la sala de su
casa, al lado de diplomas y medallas.
A Bheto
le gustan dos cosas en la vida: la música y el fútbol. El negro acostumbra a
andar con una mochila arhuaca llena de acetatos de 45 revoluciones donde está
lo mejor del momento: Richie Ray, Celina y Reutilio y Eddie Palmieri.
Los
fines de semana el negro siempre está a la cacería de un baile de cuota o un aguelulo.
Los famosos bailes de cuota donde brilla la gramática de los bailadores con su
sintaxis precisa y sincopada. Los sábados y domingos en la mañana, se pelea por
jugar un picado en las canchas de San Antonio, El Vallano o El limonar. Y el
domingo en la tarde, su cita infaltable es en la tribuna Sur del estadio
Pascual Guerrero, a apoyar al América.
La
cancha de San Antonio, al contrario de las otras, es perpendicular. La portería
norte queda en el cenit de la loma. La portería sur está situada abajo, en la
cornisa inferior de la colina. El onceno que por sorteo gana la guardavalla
norte lleva una ventaja grande sobre su contendor, pues sólo le toca bajar
hasta la portería y con un toquecito, mete la bola en el arco contrario. Bola que siempre va
colina abajo, toma rauda en dirección a la calle, atraviesa la Quinta y llega
hasta la Plaza de Cayzedo. Bheto y Humberto se conocieron en los descansos,
mientras los equipos esperaban a que el recoge-bolas bajara hasta el centro de
la ciudad y regresara con la pelota.
—Negro,
¿vos de qué barrio venís? —preguntó Humberto.
—Vengo
de El Diamante. ¿Y vos?
—Yo soy
de aquí, de la colina de San Antonio.
—¿Por
qué estás jugando con El Peñón?
—Yo
juego en el equipo El Diamante; pero me gusta venir a la loma a recochar.
—Negro,
entonces ¿aquí estás sólo de recocha?
—No,
hermano. Yo siempre sudo la camiseta con el equipo donde juego. Chóquela, mi
pana.
Humberto
y Bheto chocan sus puños y se hacen amigos para toda la vida.
Cuando
el partido termina, Humberto lo invita a degustar un copito de nieve. En el
camino hacia la explanada, encuentran a Violeta encaramada en un chiminango.
—Violeta,
por favor. Bajá de ahí. Te voy a presentar a un amigo.
Violeta
baja, y poniendo las manos en jarra, dice:
—Negro,
desde el chiminango te vi jugar. Tenés un quiebre de cintura, de infarto. ¿Cómo
te llamás?
—Beethoven
Carabalí. Pero me dicen “Bheto”, alias “La sombra”.
—¿Por
qué?
—Por
negro, será. Pelada ¿vos cómo te llamás?
—Me
llamo Violeta.
—Me
imagino que es tu noviecito —afirma dirigiendo su mirada a Humberto.
—Eso es
lo que dicen —responde Violeta y sale brincando por la explanada.