Por Fabio Martínez
Vivir en
América del Norte siempre ha significado para los hispanos la posibilidad de
conciliar aquella dura prueba que sólo los poetas viajeros como Jack Kerouac o
mi amigo Heriberto Gordillo, han podido sortear: la exigente y tenaz empresa
de unir el sueño con la realidad, de conciliar el sueño americano con el mundo
de lo real, de tratar de ensamblar aquel artefacto de imágenes sublimes y
paradisíacas que nos mostraron a través de la máquina del cine de Hollywood,
con el modo de vida de los americanos, tal y como se presenta.
La
distancia, por supuesto, entre el sueño y la realidad siempre ha sido grande, y
hoy ante el auge de la internet y la realidad virtual ésta se ahondará aún más.
El
derroche de mujeres de celuloide que corrían en autos descapotables por las
autopistas norteamericanas acompañadas de hombres de celuloide, no era más
que eso: una imagen sublime e ideal del cine, un aura de brillo incomparable,
que sólo se sucede en el mundo imaginal del arte.
Como
diría Kundera, la realidad americana estaba en otra parte.
Sin
embargo, parece ser que son las imágenes las que mueven el mundo y la memoria
de los hombres, y no la realidad como tal, pues a esa imagen ideal de hombres y
mujeres bellos, opulento, light, sin conflictos (especies de Calvin
Kleins sin empleo) que nos vendía el león de la Metro y que no significaba otra
cosa que la idea cristiana de volver al paraíso, han acudido veintiocho
millones de latinos (hoy en día representan el 9% de la población total en los
Estados Unidos) con la ilusión de hacerse ricos y triunfar. Y si bien es
cierto, que hay muchos que han coronado y en las grandes ciudades
norteamericanas hoy se expresa un mundo latino fuerte y pujante (dicen que la
segunda ciudad de México son Los Angeles y en el solo Nueva York hay un millón
de colombianos), que en muchas ocasiones le arrebata el protagonismo a los
anfitriones de casa (en ciudades como Miami muchos puestos de dirección están
en poder de los latinos, y para el año 2000 se prevé que el 12% de la población
escolarizada será de origen hispano), también es cierto que aquel sueño
americano, continuamente amenazado por las políticas drásticas de inmigración
de los Estados Unidos, y que se expresa así mismo en imágenes ideales que se
envían al país de origen con fotos en limusinas prestadas, vídeos de Disney
World y cartas postales del Broadway, ha significado para muchos un ajuste de
cuentas doloroso, cruel, y a veces divertido para poder sobrevivir y adaptarse
a una cultura y a un modo de vida completamente distintos, que nada tenía que
ver con la imagen pura y sublime que aprendimos desde niños en el
cinematógrafo.
Este
abismo entre el mundo imaginal y real se ha ahondado aún más debido al modo de
vida conservador, políticamente correcto, que ha asumido el imperio en su
reinado en solitario, y que no significa otra cosa que volver a los viejos
valores del puritanismo anglosajón del siglo XVII, adaptados a nuestra época.
Esos
viejos valores reencauchados los podemos sintetizar en la siguiente frase: los
años 90 de los Estados unidos son los de la defensa de una sociedad religiosa
blanca y aséptica, sexo virtual, drogas y rock pesado (los 60 fueron años de
paz y amor; los 70 de sexo, drogas y rock and roll; los 80 de sexo, vídeos y
mentiras).
Cuando
llegué en el otoño de 1994, no creía que la sociedad americana fuera tan
conservadora y hubiera dado un cambio tan sorprendente después de haber visto
actuar a Julia Roberts en Pretty woman y a Jessica Lange en The
postman always rings twice (El cartero llama dos veces, de James M. Caín).
Como
cualquier inmigrante latino que iba a engrosar la fila infinita de los
trasterrados, yo también era prisionero del mito del sueño americano. Pero
este mito se fue desvaneciendo cuando empecé a saborear The New York Times
y un día me encontré con la noticia de que un hombre después de haber cenado
con una amiga y bebido una copa de vino en el apartamento de ella había sido
llevado prisionero y acusado de acoso sexual e intento de asesinato. La historia
había comenzado así: la pareja se había conocido por internet, luego de una
conversación intensa de nueve meses el hombre la invitó a cenar, ella aceptó,
terminaron bebiendo una copa en su apartamento, y al día siguiente el galán
estaba encerrado, acusado de delitos graves.
Puede ser
que el hombre se pasó de tragos y haya hecho cosas indebidas.
No soy el
mejor ejemplo para defenderlo. Lo importante a destacar aquí, es que parece
ser que hoy en día las relaciones más importantes son aquellas que se
establecen a través de los medias (contestadores automáticos,
busca-personas, celulares, internet) es decir, a través de las relaciones
imaginales, y que, a partir de la internet (remedio para misántropos) las
relaciones del tocar y del sentir van -infortunadamente- a cambiar.
Luego, en
el mismo periódico leí que en la ciudad de Albany un niño había sido suspendido
con un día de clases por darle un beso a su compañera.
Ante este
panorama, decidí buscar refugio en Chicago donde Mónica y Marisol, un par de
amigas caleñas, rumberas de tradición, que las había conocido en los viejos
tiempos de Convergencias, y un día habían decidido casarse con un par de
gringos. La una era baby sitter y la otra cuidaba gatos en verano. Es
decir, cat sitter. Pero este no es el problema. Uno no trabaja en lo que
quiere sino en lo que resulta, siempre y cuando ese trabajo no sea
"torcido", como dicen en Bacandú. Lo que me sorprendió es que ahora
mis amigas no se tomaban un trago (además para conseguirlo había que coger un
tren porque en el distrito estaba prohibido), no fumaban, y andaban de
arriba-abajo con una Biblia debajo del brazo. A mí, desde Convergencias, me
gustaba Marisol pero ahora con ese perfume gatuno que había invadido hasta las
páginas de la Biblia, ahora en vez de atraerme me mareaba.
Por esos
días, en Chicago, los latinos habían organizado un festival de vídeos y cortos
suramericanos, y esa noche fuimos con mis amigas. Los gringos se quedaron en la
iglesia. Y cual no fue mi sorpresa, cuando al entrar, los organizadores del
evento repartían condones multicolores y el noventa por ciento de la gente era
gay. Yo, por supuesto, estaba en minoría, y cuando fui a decir algo, la bella
de Marisol me tapó la boca, y me dijo en inglés: it’s pollitically correct.
Allí,
además, conocí a una feminista americana llamada Linda Walter que llevaba unas
botas de plástico rojas hasta la rodilla y un rejo negro (como la bandera del
Eln) en su bolso de india apalache. Mi amiga María del Socorro Castellanos,
feminista por natura del barrio La Soledad de Bogotá, es dulce y además femenina,
comenté, y Marisol me pidió -O, my God!- que me callara. El desafío de fin de
siglo es que los hombres quieren ser mujeres y las mujeres hombres. Pero no
te preocupes que en el año 2025 esto se vuelve a componer, como sucedió en el
siglo del dandy Oscar Wilde.
Luego,
vimos una tanda de vídeos latinos gay que rayaban entre el porno y el
video-clip. Es el nuevo cine latinoamericano, anunció el maestro de ceremonias,
y no sé por qué pensé en Gutiérrez Alea, Raúl Ruiz, Subiela, Mayolo, Ospina y
Víctor Gaviria. Cuando regresamos a casa, jugamos un rato con la internet y
ellas estaban muy felices porque se podían conectar con Dios y con Michael Jackson.
Mientras no se vayan a castra y a suicidar como los sicópatas de California
-pensé-, y aquella noche dormimos cada uno en camas separadas, y en paz.
El último día, cuando ya me iba a venir, Mónica y Marisol me
organizaron un party, y me pegué la primera borrachera del siglo -al lado de
unas mujeres rellenas alimentadas por Mcdonald-, con jugo de zanahoria rayada
(cualquier alusión a la política colombiana es pura coincidencia) que pasaba
con arbolitos de brócoli. Esta experiencia me dio valor para subir hasta el
Gran Norte en Canadá, en mi lucha tenaz por investigar el origen de las
ballenas jorobadas, y de paso visitar a mi amigo colombiano Heriberto
Gordillo, artista animalista -como La Fontaine, Jules Renard, Rafael Pombo,
Augusto Monterroso y Horacio Benavides quien después de vivir muchos años
Bello, Antioquia, se aburrió del país y se fue a vivir a Kujüüj, en Canadá,
quizás buscando el reino de Tulé, del que habla el famoso poema de León de
Greiff.
Allí,
después de muchas horas de avioneta y de trineo (motonieve, le llaman ahora),
llegué una mañana de octubre, hacía menos veinte grados, y descubrí el pequeño
iglú en donde vivía mi amigo, con Toa, su mujer esquimal e Inú, la esquimalita.
Increíble, los colombianos son como Dios; siempre están en todas partes. Y
Heriberto, cordial y afable, destapó una botella de aguardiente, que yo no sé
cómo la había llevado hasta el polo norte, y al calor del anisado, empezó a
contarme su periplo. Había salido de Colombia con cien dólares en el bolsillo
hasta México, de allí lo habían montado en una avioneta que volaba debajo de
los radares para que los gringos no la detectaran, y aterrizó en una autopista
en el Estado de Texas. Allí trabajó durante diez años haciendo de todo. Luego,
cuando en una de las redadas el ejército de los Estados Unidos lo expulsó a
México (Heriberto es colombiano pero puede pasar por mexicano o japonés), pasó
de nuevo escondido en un bus escalera y llegó hasta Vermont; cruzó a pie la
frontera canadiense y en Montreal lo contrató como ayudante un cazador de
ballenas que trabajaba en el Gran Norte. El trabajo era duro y sanguinario.
Heriberto, por supuesto, renunció. Luego se casó con Toa y se dedicó a pintar
ballenas sobre pieles desecadas de animales. Mira, y me mostró un hermoso
cetáceo azul, que refulgía con un aura de brillo incomparable sobre la piel
muerta de un zorro rojo. ¿Sabes que siempre he tenido la idea de que los
hombres no provenimos del mono sino de la ballena? Sí, yo también he tenido la
misma idea, y me parece que es mejor para preservar el eco-sistema. La prueba
de esto es que Jonás logró vivir tres días con sus noches en el vientre de un
mamífero. Y, entonces le hice la pregunta del millón que siempre se hacen los
veintiocho millones de cetáceos que han querido conquistar el sueño americano:
¿Por qué te viniste? Quería conocer en persona a Julia Roberts -y se sonrió-
era mi sueño de adolescente, ¿te acordás de Prettywoman?
Aquella
noche, al calor del anisado, terminamos hablando de estrellas, extras y
estrellados, como cuando éramos muchachos e íbamos al cinematógrafo.