Escritores del Valle |
Club Social Monterrey: Buenaventura entre dos épocas
Por Alfredo Vanin
Gaceta de El País
A comienzos de los años 70,
Buenaventura todavía ostentaba el ruidoso prestigio de ser un prostíbulo enorme
donde recalaban los marineros de todo el mundo. El centro de este pequeño
universo se situaba en La Pilota, la zona de tolerancia que sería erradicada y
lanzada fragmentariamente por los alrededores. Para muchos, fue el final de una
época dorada. Para otros, se recuperó el sosiego y la autoestima, y hasta la
moral, para quienes veían en La Pilota la mano del diablo, la perdición de
todos los valores familiares y la ruina futura del Puerto, bajo iras divinas.
Buenaventura era un puerto de
escala obligatoria antes y después de la apertura del Canal de Panamá, y así
como llegaban hombres ilustres al Hotel Estación, a su vez los malandrines del
mundo requerían diversión y lujuria. El puerto las brindó a manos llenas,
pagando un alto precio. Pero ese mismo hecho permitió que algunos de los
transeúntes ocasionales se quedaran para siempre, sea por un naufragio, o por
el amor de una mujer, que con hechizos o sin ellos, retuvo al caminante
indomable.
Al mismo tiempo, era el auge de
Puertos, cuando los muelleros nativos tenían capacidad de comprar amor y
diversión a manos llenas.
Aquí empieza la historia del
novelista Fabio Martínez, un interiorano que se encuentra un día con el puerto
y siente que sus coordenadas se desajustan, hasta el punto que se atreverá a
una novela con personajes erráticos y destruidos de antemano, pero llenos de un
vigor inigualable. Dos padres de distintos orígenes, un paisa trashumante y el
capitán de un barco alemán que naufraga en la bahía con la Orquesta Sinfónica
de Berlin a bordo, darán origen a dos vástagos mulatos que se amarán desde las
calurosas tardes del puerto, niños aún, obligados por las circunstancias a
permanecer juntos en un bar de La Pilota, el Club Social Monterrey, el centro
pulsante de toda la novela, para desencontrarse años después en las azarosas
calles de Nueva York, en periplos diferentes que convergerán de nuevo en el
trópico, en fracasos anunciados.
El final de la historia estaría
situado veinte años después, cuando el paisaje urbano y social de Buenaventura
ha cambiado demasiado, a instancias de los nuevos protagonistas de la ciudad:
los norteños y los mafiosos, quienes han impuesto una nueva arquitectura,
nuevos ritmos musicales, otras miradas a la vida regidas como siempre por el
poder del dinero y el sometimiento al “patrón” del barrio. Barrios pobres, que
se llenaron de casas-mausoleo, como las llama un personaje de la novela, serán
ahora el epicentro urbano.
Entre esos dos momentos, se
desarrolla una trama que el autor nos narra en instantáneas, en capítulos
cortos y autónomos, con sus propios subtítulos, pero a la vez son los
fragmentos de las vidas destrozadas cuyos incidentes se nos van revelando poco
a poco, sin orden lineal en el tiempo. Así conoceremos a Pablo Gaván (hijo del
paisa desconocido), a su eterna novia Sol Klinger (hija del capitán Klinger), y
a quien narra todo: un profesor de la universidad del Valle caído en desgracia,
que de narrador pasará a ser parte de la historia, parte de ese trópico
arrollador donde ocurren “esas cosas extrañas que sólo suceden en el trópico,
donde a la hora de las desgracias no funciona nada, y todo pareciera tocado por
un hilo diabólico que conduce a la tragedia”.
Y entre esas cosas ocurren
también maravillas: un violín que se sigue oyendo así no esté quien lo ejecute;
un taxista que habla como un acartonado poeta callejero, a impulso de la música
de Niches y de su equipo América, a quien llaman el Beni; un personaje que
adopta el apellido Gaván, tomándolo de los gavanes que domestica el capitán
Klinger en su casa-bar (el Club Social Monterrey), porque su padre jamás
apareció; unos contrabandistas dedicados a vender muñecas inflables a marineros
libidinosos de todo el mundo, desde Buenaventura hasta Nueva York. Y un buque
fantasma que en Tumaco se lleva a personajes como si los imantara y los
obligara a abordar para luego desaparecer en los anchos mares de la eternidad.
La novela enfrenta sus riesgos.
Los personajes a veces se acartonan en ese laberinto barroco tropical, los
sitios y las historias a veces son recurrentes, como nos ha ocurrido a todos
los que hemos escrito un relato sobre Buenaventura, desde Collazos hasta hoy, y
a veces se cae en el afán de querer explicar algo que sólo existe en el
Pacífico.
Pero hay una manera de narrar
que hace fresca la historia o las historias, que de alguna manera nos hace
protagonistas al ayudar a armar el rompecabezas de unas vidas donde hay de
todo: amores frustrados, duelos y borracheras interminables, contrabando, odios,
naufragios y muertes.
La saga de Buenaventura no se
ha agotado, sigue allí esperando a quien enfrente nuevos relatos. El autor de Club Social Monterrey, “cazador de almas
humanas” como se define a través del narrador, ha cumplido con su parte, desde
la visión fatigada de un misterioso profesor caído en desgracia que termina en
manos del amor, cuando ya lo había perdido todo, luego de que el amor le diera
la vuelta al mundo.
La vida, eterno viaje hacia uno
mismo
Por Hernando Urriago Benítez
En la novela
colombiana, en esa enorme trayectoria que va de Juan de Castellanos hasta hoy,
el viaje ha sido uno de los motivos recurrentes, bien sea porque el novelista
encuentra en dicho tópico el pretexto para hablar de referencias
internacionales, o bien porque con el viaje se pretende afirmar la interioridad
del sujeto que se busca a sí mismo mediante no pocas veces angustiados caminos.
Pruebas de ello, entre muchas, son La
vorágine y El general en su laberinto,
de reconocidos autores, o Cuatro años a
bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea, y El viaje triunfal, de Eduardo García Aguilar.
Pues bien: la
Universidad del Valle y la Secretaría de Cultura y Turismo de Cali acaban de publicar
Club Social Monterrey, nueva novela
corta del escritor y profesor Fabio Martínez (Cali, 1955), ficción que está
situada en Buenaventura, en el Pacífico colombiano, y que habla justamente de
esa búsqueda –en este caso, de un personaje: Antonio Gaván—del yo-otro que es
el hombre, héroe y monstruo de sí mismo.
Para
referenciar esa dinámica, cuyo centro es el viejo cabaret bonaverense que da
título al relato, el narrador, antiguo profesor del Instituto de Estudios del
Pacífico de la Universidad del Valle y en la actualidad un anónimo “cazador de
almas humanas” (gracias a la “teoría del espejo”), cuenta con otros actores y
otras motivaciones enmarcadas en el color local del puerto, caracterizado
entonces por su vida nocturna, el arribo de extranjeros fundacionales, la
bastardía y el consecuente desarraigo que conduce al viaje hacia la vida y
viceversa.
Gracias a la
ténica narrativa de la fragmentareidad, de la multiplicidad de voces y de las
continuas analepsis (retrospecciones), hallamos la historia contada en doce
episodios que a su vez son doce momentos en la educación vital y sentimental de
Antonio Gaván, hijo de la cabaretera Jenny y de padre desconocido –acaso un
paisa--, enamorado de Sol Klinger Viáfara desde la más temprana infancia,
cuando en el Club Social Monterrey –fundado por mister Robert Kingler en un
ayer perdido en la loca memoria—“la noches (sic) duraban días enteros y se
juntaba con los primero rayos de sol”.
Los
personajes en juego, que, más allá de los encuentros eróticos de infancia, podrán
amarse poco, viven el conflicto de la errancia sin término. De hecho es Gaván
quien después de hacerse vendedor de ‘novias de marino’; esto es, de muñecas
inflables, en un largo episodio narrado con mucho esfuerzo humorístico, va a
Nueva York en busca de su amada, en una cadena de desencuentros que parece
finalizar con una andanza por Tumaco y la consecuente filiación de la desamada
Sol Kingler con el narrador de la historia.
En medio de
esta historia a veces disparatada pero entretenida se cuecen vidas de marinos,
de meseros decadentes, de putas desteñidas por el trópico y de un cabaret que
tuvo su instante de esplendor durante los años 60. Además, un raro símbolo
hermana a los personajes: tanto Gaván como la Cachaloa –pécora sabia en
placeres--, Jenny y la misma Sol Kingler tienen en sus posaderas una temible
mácula escarlata que los emparenta con la estirpe de Belcebú.
Fabio
Martínez sigue creando divertimentos literarios que no tiene otra pretensión
diferente a la de revelar un mundo de ficción caracterizado por la vivencia
irónica y metafórica del trópico, bien desde Cali, bien desde el Pacífico
(territorio literario de Helcías Martán Góngora, Manuel Zapata Olivella y Óscar
Collazos), en una suerte de invención novelesca que es también la vida del
viajero escritor y de su sombra imaginaria. Este relato, presentado en una
edición lamentablemente pletórica en erratas y discordancias, confirma su
talante creativo y lo inscribe como novelista de viaje por las fronteras del
sujeto en medio de sus grandezas y nimiedades, en la oscura aurora del siglo
XXI.