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Luis Ospina |
Por Fabio Martínez
La vida y
obra del pintor Lorenzo Jaramillo parecen pertenecer a una época atravesada por
la perfidia y la desolación.
Culto (en el sentido agudo e iconoclasta del término; vale
decir, impío y hereje de todo orden establecido), viajero consumado y
consumido y sobre todo, soberano tinieblo, como lo descubriría su amiga Teresa
Wagner en París, el pinto Lorenzo Jaramillo moriría de sida en la ciudad de
Bogotá, el pasado 21 de febrero de 1992.
dos meses antes, y postrado en una cama, lo encontraría el
cineasta Luis Ospina, para dejar, ya no sobre el lienzo, sino sobre el video, la última
imagen de este pintor terriblemente precoz, que a los dieciseis años leía a
Goethe en Alemania y a Byron en Inglaterra.
El lente sutil y delicado de Ospina, se mete en
la alcoba del pintor y a medida que va registrando como un cuadro
postimpresionista, cada uno de los objetos y detalles que constituyen el
universo cotidiano de Jaramillo, penetra en el alma del artista, en sus gustos
y sus obsesiones, en sus puntos de vista sobre el cine (su gran pasión), el
arte y la gastronomía, en su dolor infinito por haber sido víctima de la
enfermedad del fin de siglo, le mal d’amour, y su profunda desolación,
"...de pronto todos mis planes tuvieron que cambiar dice Jaramillo,
postrado en ese lecho que le recuerda a uno aquel camastrón pintado hace cien
años por Van Gogh ya no se trataba de trabajar con esfuerzo, sino de no poder trabajar. En cuanto al
trabajo eso sucedió; en cuanto a la vida sucedió una catástrofe que se desarrolló
en diez días...".
Lorenzo
Jaramillo, como lo registra Ospina en su documental, había perdido la visión
desde el 26 de octubre de 1991. Y esto para un pintor es grave.
Luego,
0spina, dando un salto en el tiempo y en el espacio, se traslada a París, la
ciudad anfitriona que ha visto madurar a tantos artistas colombianos y
lalinoamericanos como Matta, Botero, Lam, Morales, Barrera Saturmino y Caballero, entre otros, y que acogió al pintor por espacio de cinco años.
Allí Ospina además de mostrar con un ojo fino y depurado, el paisaje citadino
en el que se movía el pintor (los techos de la ciudad, las escaleras, le
pont des arts, los cines, los
restaurantes y los muelles del Sena), acude al reportaje para entrevistar
a los amigos más cercanos y, con esto, ir construyendo como en un puzzle, una
biografía que siempre estuvo, a decir de Luis Caballero, dedicada a llevar a
cabo sus intereses que simpre eran demasiados y múltiples.
Pero aparte del extraordinario documento
que allí queda consignado en las voces de amigos, críticos y artistas, y que se
mueve entre la declaración intimista y la opinión crítica, es importante
destacar la técnica con que Ospina narra toda una historia que dura exactamente
noventa y seis minutos. Ospina, que quizá es uno de los cineastas más pulcros y actualizados que tiene el país, da
cuenta en este su último trabajo, de las técnicas más avanzadas del video, que
hacen que el documental se vea como un producto estético novedoso y
agradable ante los ojos del espectador.
Así, los personajes vivos como el pintor
Roda, Caballero, el amigo Gerard de Laubier o el dramaturgo Ricardo Camacho,
aparecen en blanco y negro, como si fueran el pasado, como si
estuvieran contando desde el otro mundo. Lorenzo Jaramillo, el dolorido,
aparece a color, como si estuviera vivo, y es sólo al final, cuando la música
de Pergolesi anuncia la entrada al cielo del
pintor, que surge su imagen en blanco y negro o, como diría el mismo
Lorenzo con ese humor que lo caracterizaba,
surge su imagen en black and white.
El documental de Ospina es rico en técnicas
narrativas del video; y esto hace preciosamente que un trabajo que por su sujet,
podría resultar dramático o patético, se convierta justamente en algo que
siempre buscó Jaramillo a través de su corta e intensa vida: una exquisita
pieza de arte, que utilizando técnicas como el indovideo (ojo, el indovideo no
es video hecho por indios; es la técnica
promiscua del video donde participan varios autores), la pintura vista a través
del video e insertada a su vez en el documental (verbigracia, la serie de Henri
Michaux que tanto obsesiona a
Jaramillo), y la intromisión del director en la historia donde se rompen los
límites de la realidad, la ficción y el documento, producen una obra bella,
fuerte y entremecedora,que bajo las notas apocalípticas del Stabat mater de Pergolesi,
anuncia la entrada del pintor al paraíso.
Pero, ¿cuál es la confesión que por última
vez nos deja Lorenzo Jaramillo? ¿Cuáles su ordalia, como él mismo lo
dice, al referirse a aquellas pruebas que hacían los acusados ante Dios,
durante la Edad Media, para demostrar su inocencia?
Una cabeza es una piel en forma de pera
A lo largo del documental, Jaramillo no sólo
confiesa sus deseos, pasiones y obsesiones, sino y, quizá esto es lo más
importante, que plasma sobre el video la imagen de un artista culto,
multifacético y universal, como creo debe ser el perfil de un artista de todos
los tiempos.
A medida que la cámara va urdiendo con su
ojo interior en la humanidad del pintor, vemos cómo Jaramillo se detiene en
otros universos estéticos como el cine, el teatro, la literatura y la música,
dejando de soslayo y de una manera deliberada, la pintura, esa cosa ardua,
que lo sostuvo en pie durante tres décadas y media.
Frente al cine, Jaramillo confiesa su
pasión por Marilyn Monroe, Truffaut, Rossellini, Wim Wenders y Kurosawa; nombra
a Barbet Schroeder, el realizador de las series negras inspiradas en Bukovski
(en Colombia este director se conoce por el film Mujer soltera busca),
y se duele de no haber visto (ya no podrá ser) Arroz amargo, el gran
film de Giusseppi De Santis con Silvana Mangano.
Jaramillo, según su confidente Teresa
Wagner, era un hombre que veía cinco películas diferentes cada día.
Frente al teatro son su hermana Rosario y
Ricardo Camacho quienes nos dan cuenta de su trabajo como escenógrafo en las
obras El regreso del tigre, Sobre las arenas tristes (basada en la vida
de José Asunción silva), y Jacobo y su amo, un espectáculo que nunca alcanzó a
ver.
Frente a la música, nos confiesa su pasión
por las composiciones de Erik Satie, y cómo esta música impregnada de cierta
dosis de humor surrealista, más los gritos de la juventud rebelde de los años
setentas, lo inspiraron para producir su obra Talking heads.
Una cabeza es una piel en forma de pera
dice Jaramillo para justificar aquella serie de rostros y gritos desgarrados, y
al instante no podemos dejar de evocar las Piezas en forma de pera, del
gran Satie.
La pizza a nadie molesta
Luego, se detiene en los olores y sabores
que lo han marcado durante su vida. Sobre los primeros, afirma que le molestan
terriblemente. Me gustaría dice, un mundo sin olores, cambiar lodos los olores
y modificarlos por el olor a sándalo, que descubrió durante su periplo por la
India. Y enseguida, recuerda a aquel país que le sorprendió por su alto grado
de espiritualidad, que contrasta con su miseria y abandono absolutos, y donde
pasó recluido en un hospital, durante dos meses, atacado por unas fiebres
desconocidas.
Sobre el gusto y los sabores, evoca los
grandes banquetes que en compañía de sus amigos, se dio durante su
estancia en París ("la gastronomía de París me interesa más que la
nostalgia cultural"), para concluir
después de una dieta forzada que lo llevó de nuevo a un hospital en
Bogotá, que la pízza es el
descubrimiento más grande del siglo xx.
A mí me gastaría comeer e ir al cine,
dice, mientras busca con su mano una cocacola que su mucama le ha puesto
sobre su lecho de enfermo.
¿Y la pintura?
Después de eludir deliberadamente este
tema, sólo es al final del documental que Jaramillo opina acerca de su trabajo,
y de sus gustos y disgustos sobre la pintura.
En mi pintura, dice, el color ha sido importante.
La pintura es el color. Y enseguida, hace un listado de los cuadros que según
él se rescatarían para la Historia del Arte. No Goyas fantásticos llenos de
sutilezas dice, ni Mattise, ni Rembrandt todo secreto, ni los toquecitos
maestros de Velásquez, ni los impresionistas llenos de colores. Para mí la gran
cosa es Tiziano al final de su carrera que pintaba con café, como si fuera
concho de tinto; y Henri Michaux que no era pintor sino poeta, por ese significado
de los signos, esos ritmos que alcanza, esas reminiscencias de caligrafías antiguas...Y
Ospina luchando por contrastar la visión personal del pintor, acude a Juan
Antonio Roda, su maestro, a Luis Caballero, su hermano mayor, y al crítico Germán Rubiano, para
controvertir con el pintor, y llegar hasta el mismo fondo de su credo estético.
Roda le inculcó el gusto por el dibujo
dice Caballero y el dibujo es la preopiedad del arte. Desde su primer cuadro
(un precolombino quimbaya), sus obras, anota Rubiano, son figuras desgarradas,
adoloridas; para así precisar el arte pictórico en Jaramillo y diferenciarlo
del de Caballero. Jaramillo tenía una visión del dibujo no del desnudo; en este
sentido, se acercaba más al concepto que han tenido Ios japoneses sobre el
arte; a Jaramillo le interesaba más la mancha antes que el tema.
Y así entre las declaraciones de sus
amigos y la música de Pergolesi, el documental va tocando su final. Ospina se
introduce de lleno en la habitación del pintor, y empieza a hacerle preguntas
sobre el mismo trabajo que pintor y cineasta están tejiendo a dos manos. ¿Qué
piensas del documental? ¿Cómo crees que se verá en la televisión nacional?
Preguntas que por supuesto, no son más que incertidumbres que asaltan la visión
de todo creador. Y Jaramillo con su humor mordaz que no lo ha olvidado, se
queja del aire hórrido que circula en la televisión nacional, y recomienda que
para que no masacren el trabajo con los comerciales, van a tener que ponerse
enseguida a grabarlos.
Dos meses más tarde, Lorenzo Jaramillo
entraba al paraíso celestial.