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Fabio Martínez, Amparo Osorio, Iván Beltrán, Gustavo Reyes y Gonzalo Márquez Cristo |
La mínima memoria
Por Marcos Fabián Herrera
Revista Común
Presencia, 2006
Cuando un escritor decide
abandonar temporalmente el camino algo seguro de la novela para echarse a andar
sobre la cuerda tensa del mini-cuento, sabe de antemano que su aventura por lo
breve apunta a concretar uno de los rasgos de la belleza en literatura: la
intensidad.
Así lo entiende el narrador
Fabio Martínez (Cali, 1955), profesor y ensayista además, pero sobre todo un
esmerado prosista, autor de las novelas: El
habitante del séptimo cielo (1988) y Pablo
Baal y los hombres invisibles (2003). Hoy, después de tener a su haber un
libro de cuentos gozosos llamado Fantasio
(1991), ha reeditado Del amor inconcluso,
colección de breves relatos que merecieron el Premio Jorge Isaacs en 1999.
El título plantea una metáfora
que simboliza el carácter vivaz, fecundo y al mismo tiempo efímero de toda
aventura humana. De modo que aparte del amor también encontramos precisos e
intensos divertimientos en torno a seres atrapados en contradictorias
relaciones de pareja, mujeres ahogadas en el marasmo de Internet, e incluso
instancias luminosas acerca de la música (recordemos que Martínez fue en París
un juicioso artista del hambre que tocaba el clarinete como el que más), la
escritura y la ciencia, motivo del que habla esta cápsula titulada «Biología»:
«El despilfarro de espermatozoides conduce milagrosamente al despilfarro de la
especie humana. Nosotros ya no somos nosotros. Somos representación de la
especie. El individuo que se reproduce se sacrifica por la raza humana». En
este sentido, vale decir que en Del amor
inconcluso prolifera la hibridación textual propia de una tradición
cuentística que en el caso de América Latina le ha apostado a la fusión de los
llamados «géneros menores» en el corto pero intenso espacio de la
«minificción». En el libro de Martínez hallamos ecos del aforismo, la
sentencia, la paradoja y el refrán, con lo cual el autor dialoga con esa
tradición literaria a la que tanta vida dieron los relatos de Augusto
Monterroso, Juan José Arreola, Julio Cortázar e incluso las «Estampillas» de
Luis Vidales que aparecen en Suenan timbres.
Estamos ante un escritor que se
sirve del lenguaje para regalarnos, en tono irónico y burlón, una mirada
acuciosa sobre la condición humana, en cuyas venas está cernida la voluntad de
risa pero también la huella de la desesperanza. Ambas dimensiones son el
derecho y el revés del destino, que Martínez logra retratar y al mismo tiempo
reinventar aquí con maestría. Así lo hace en otro micro relato, especie de
sentencia, que llama «Modernidad y post-morten»; «La modernidad empieza cuando
el Quijote abandona la aldea y se decide a recorrer el mundo. La postmodernidad
comienza cuando Gregorio Samsa abandona el mundo y convertido en insecto decide
encerrarse en su apartamento».
El recurso al micro relato
obliga a perseguir la intensidad y a situarse frente al poder de condensación,
que es el emblema de la poesía. Por eso en este libro hallamos trazos enfáticos
de la faceta lírica de Martínez, quien recurre ahora a la memoria mínima para
entregarnos las marcas de su secreta incursión por la poesía. De hecho, es aquí
donde él mismo ha querido dejarnos su «Arte poética», que habla de la necesaria
confluencia de las letras, la vida -dura y festiva-, la desolación y la magia
en la existencia del escritor:
«Para
crear Dios le dio el hambre a César Vallejo, la pobreza a Arguedas, el asma a
Proust, la paciencia a Tolstoi, el genio a Shakespeare, la ira a Unamuno, el
sexo a Miller, la belleza a Yeats, el destierro a Benjamín, la cárcel a Hikmet,
el delirio a Dostoievsky, la pena de muerte a Saro-Wiwa, la flor de liz a
Pizarnik, el Sena a Paul Celan, el mar a Alfonsina Storni, el doble sexo a
Virginia Woolf, la castidad a Borges, el cinismo a Quevedo, la dulzura a
Cernuda, el láudano a Nerval, la absenta a Baudelaire, el whisky a Dylan
Thomas, la marihuana a Porfirio Barba Jacob, el arma a Silva, la cojera a
Hawthorne, el Nobel a Soyinka, el caballo a Macedonio Fernández, el vino a
Pessoa, la gordura a Neruda, el amor a Goethe, la impotencia a Hemingway, la
rosa a Gabriela Mistral, la vulnerabilidad a Verlaine, el olvido a Julios
Fucik, la locura a Erasmo, la bebida a Poe y la eternidad a Cervantes».
Del amor inconcluso
Por Sonia Truque
En 1988, con la publicación de Un
habitante del séptimo cielo, Fabio Martínez, escritor caleño, se dio a conocer
con éxito en la narrativa de ese momento. La novela contaba, con gran derroche
de humor, en un lenguaje sencillo y conversacional, las exageradas situaciones
que hubo de afrontar un estudiante latinoamericano en París. A ésta le seguiría
Fantasio, colección de cuentos en lo que continuando su vocación de escritura
desenfadada, afirmaba un estilo minimal, donde lo que se cuenta puede parecer
intrascendente (piénsese en Carver), pero que leídos desde el invisible tejido
intertextual hace que la verdadera intención demoledora aparezca.
Otro tanto sucede con Del amor inconcluso (Premio Jorge
Isaacs, 1999). En las dos secciones en que está dividido el libro: «Del amor
inconcluso» y «Memoria del escritor», se evidencia una postura irreverente
frente a la palabra. La palabra le sirve a Martínez para exorcizar la angustia
en un efecto de catarsis.
Los textos de Del amor inconcluso se dirigen a
explicar el sentimiento de separatividad del hombre contemporáneo que explicara
Erich Fromm. La comunicación es imposible, se tropieza a cada paso con el
absurdo de la tergiversación, la incomunicación. Por esto los diálogos que recorren
estos textos rebosan ironía y provocan hilaridad en quien los lee. Es el total
contrasentido. Hay mujeres que le piden al hombre que les traigan el sol, que
les bajen esa nube. Porque además, es eso, están contados desde el punto de
vista del hombre que se siente víctima de las impertinencias de la mujer.
Pero aquí no estamos planteando
una lectura de género. Por el contrario, si se les da la vuelta se lee igual,
es la metáfora de la soledad. Algunos textos rebosan lirismo, otros procacidad,
en otros cosmopolitismo (viajero de vieja memoria) pero en todos los casos hay
una intención minimalista.
Algunos textos no superan las
cuatro líneas, y en algunos se proponen aforismos muy bien logrados, como el de
«Conciencia desdichada»: Luchamos por la felicidad (la felicidad no se debe
buscar en la vida real). Somos una generación amnésica, olvidada y contamos con
una conciencia desdichada.
Los textos de «Memoria del
escritor» evidencian la decantación de sus lecturas, sus obsesiones respecto a
ciertos autores y una indeclinable irreverencia al oficio de escribir. Lavorare stanca, escribió alguna vez
César Pavese y eso mismo es lo que Martínez quiere decir cuando la fragilidad
del terreno en que se mueve la escritura es malogrado por los afanes
cotidianos.
El escritor y sus lectores, los
premios, los amigos, los contradictores -en fin, siguiendo la estructura del
libro, en su última sección- son sometidos a su reflexión aforística: El
escritor ante todo y para bien del oficio, debe por principio, desconfiar de su
época, o: En el difícil arte de la escritura, el escritor se encontrará ante un
monstruo imperfecto: el monstruo de la depresión.
Y bien, la anécdota de que
Hemingway escribía mejor cuando estaba enamorado, o la de Horacio Quiroga,
perseguido desde temprana edad por la muerte, o la diferencia entre la
escritura de un cuento y la escritura de una novela, pregunta que Martínez se
responde así: Un cuento es un orgasmo precoz, una novela es un orgasmo largo y
prolongado.
Del amor inconcluso es un libro refrescante, irónico, es una lectura no apta para amargados.