Por Fabio Martínez
El poeta inglés John
Donne, al escuchar en su pueblo el tañido de las campanas, afirmaba que éstas
suenan por nosotros por que algún día vamos a morir. Ese tañir de campanas es
el espejo de la muerte. El recuerdo de que no somos eternos o infinitos. Y que
algún día, querámoslo o no, estaremos metidos en ese estuche de madera,
devorados por el fuego o consumidos por los gusanos.
Esta certeza -en
medio de un mundo incierto, como el que estamos viviendo-, fue la que sirvió de fuente de inspiración al escritor
Ignacio Ramírez Pinzón, para escribir un libro maravilloso sobre los muertos
felices, que desde la infancia han rodeado su existencia.
Para algunos
lectores, el título del libro -Los fantasmas felices - puede ser una paradoja,
debido a que en nuestras culturas, la muerte, con su profundo sentido
religioso, siempre ha sido solemne, trascendental, y lo peor de todo, ha estado
desligada de la vida.
Por esto, sólo un
escritor agnóstico y esotérico como es Ignacio, podía escribir un libro
desacralizador y lleno de humor, alrededor de un tema tan espinoso para la raza
humana.
En las cincuenta y
cuatro prosas poéticas que componen el libro, Ramírez le hace un homenaje a los
muertos ilustres, pero no desde la perspectiva trascendental y religiosa con
que se ha visto a los difuntos, sino desde una visión profundamente humana,
laica y holística.
Para Ramírez, la
muerte está estrechamente ligada a la existencia, hace parte de la vida, de la
que nadie puede escapar.
Vida y muerte, la
única pareja indisoluble que se mantiene fiel hasta el final de nuestros días.
Por esto, el escritor
bogotano, que se acerca a la muerte con el espíritu del sabueso, trata a la Dama de negro con respeto, pero al
mismo tiempo, la desacraliza, la ironiza y se burla de ella para así hacerla
más humana.
El libro, que fue
editado en Bogotá por Teresa Montealegre y está ilustrado con viñetas del
mexicano José Guadalupe Posada, se abre con tres semblanzas entrañables que nos
remiten al origen del escritor: “Felisa” dedicada a su madre; “El tren”, donde
viaja con él la remembranza de su padre
y “El tío de las flores”, que nos relaciona y encariña con su tío Miguel, quien
tuvo el privilegio de ser un jardinero auténtico.
Pienso que en estos
tres relatos literarios se encuentran las raíces más profundas del hombre que
desde su infancia se perfilaba como un escritor.
En la declaración de
poesía en memoria de su madre está presente el amor y el desenfreno por la
lectura. En la proclama vital sobre su padre se encuentra la desbordada pasión
por los viajes. En el vuelo de palabras sobre su tío el jardinero está el amor
por la naturaleza y por los seres que armonizan con ella.
Estos tres elementos:
el amor, los libros y los viajes son los que marcarán el destino literario de
Ignacio Ramírez.
Luego, rompiendo con
el micro-universo familiar, el libro se abrirá al mundo de los muertos ilustres
del arte y la literatura. La mayoría, muertos por alguna enfermedad o de
viejos; a excepción del compadre Cacipa, que murió en la Guajira colombiana por
las hordas salvajes de los paramilitares.
Allí, bajo la pluma
fina del hermano Cronopio, desfilan: Henry Miller, el viejo calvo y marrullero;
Ítalo Calvino que ante las miserias del mundo terrenal, prefirió vivir en la
copa de los árboles; el pintor Alejandro Obregón; el novelista del patio,
Héctor Rojas Herazo; el poeta Fernando Charry Lara; el maestro Enrique
Buenaventura; Julio Cortázar, el Cronopio que murió de amor; el maese Pedro
Gómez Valderrama; la escritora barranquillera Marvel Moreno; Celia Cruz, la
guarachera de Cuba; el pintor venezolano Jesús Rafael Soto; el novelista del
Tolima César Pérez; María Félix, la Doña inmortal que finalmente sucumbió; el
paisa de Tibacuy; Rafael Chaparro Madiedo, el nefelibata; Germán Vargas
Cantillo, el lector currambero; el pintor caleño Kat; Cachifo, el escritor
nadaísta; el novelista mexicano Juan José Arreola; René Rebetez, el escritor
cosmogónico; Eduardo Pachón Padilla, el hombre que fue un cuento; Miguel de
Francisco, quien murió en París con aguacero; Luz Fanny Ortiz, que aún canta en
el Son de los grillos y el maestro Arturo Alape.
Mausoleo de hombres y
mujeres ilustres descritos por la pluma exquisita de Ignacio Ramírez Pinzón.
Muertos célebres, que
viviendo bajo tierra hoy están más vivos que nunca.