Por Fabio Martínez
Lindo capullo de alhelí, si tú supieras mi dolor
Rafael
Hernández
Cuando
la vi sentada, bamboleándose en su nube etérea y transparente, me dije:
Esperanza Lucumí Mosquera, ¡no puede ser! O esto es una visión del demonio o yo
estoy requetemala de la vista; y haciendo cien cruces en el aire, enseguida me
camuflé en mi nube azul y transparente, que me ha servido de cama, de auto y de
silla reclinomatic y me puse a espiarla. Sí, era ella. Esperanza Lucumí
Mosquera, con su pelo negro —apretado, pintado de amarillo, su vestido
escotado, fosforescente, de pepas rojas y blancas, sus zapatos de tacón
puntilla y del mismo color del vestido, y esa puñalada que yo le había regalado
cuando éramos amigas, y que ahora lucía en su cuello, como un bello y exótico
tatuaje.
Desde
mi nube de vapor la vi, y no pude contenerme: ¿Qué carajo hace una negra
arrebatada en un sitio tan exclusivo como éste? Pero ella ya estaba allí (como
estaban Mirta Silva, Benigna Pons y Toña La Negra ), y no había nada qué hacer. Había
sencillamente que saludarla, pues en la bóveda celeste no hay distingos de
clases, razas, religiones, ni colores (con decir que está el "care-foca"
de Pérez Prado que no es ni negro ni indio, y Beny Moré que ahora anda sin
dientes).
Me
le acerqué por un lado, esperando que me mandara al mismo infierno, por el
tatuaje que yo le había grabado en el cuello, y no pude aguantar la risa, cuando
vi que de su espalda salían un par de alas tiernas y azuladas, de ángel
impúber.
—¡Ay, Dios mío! —me dije— ¿será que estoy
viendo visiones?
No
sé si ella me vio, pero cuando vi semejante trasero con el rabillo del ojo,
casi le pido a Dios que me mandara al limbo o al mismo infierno, pues ese
trasero, como todos los que existen en el mundo, tenía dueño, y no podía
concebir cómo habían dejado pasar a una gorda maluca como ésa y, sobre todo, a
una asesina. ¡Si los gordos se cocinan a fuego lento en el purgatorio, y los asesinos
van derecho al Averno!
Pero
Dios sabe cómo hace las cosas, y ahí ya no había nada qué hacer: allí, cerca de
mi nube celestial estaba Luz Dary Sinisterra Caicedo, con su cara ancha de
arepa de maíz, su vestido de satín verde biche, ajustado a su cuerpo, y ese
culo tan bueno, que prácticamente sacaba la cara por ella. Sí, la gorda Luz
Dary, mi mejor amiga y mi peor enemiga en el globo terrestre.
Miro
de perfil lo que Dios le regaló en vida (y que ella supo administrar como si
fuera un banco), e imagino ese lindo regalo que yo también le di, y que ella
conserva en su nalga derecha: un recuerdo que lleva mi nombre y que, aclaro, lo
hice por pura y física defensa. En cambio, lo que ella me hizo...
La
observo detenidamente y cuando contemplo un par de apéndices escamosos y
rosados que se desprenden de su espalda, me da rabia y risa al mismo tiempo,
pues nunca que yo sepa, se ha visto a una gorda en el cielo (no sé qué va a
pasar con Celia Cruz cuando se muera), ni mucho menos volando. Y a pesar de
todo, voy a saludarla, cuando ella se adelanta, y me dice:
—¡Hola, negra! ¿Tú también por acá, en estas
latitudes?
Al
escucharla, pienso en lo falsa que es, y me dan ganas de vengarme; pero como sé
que por algo El Jefe la ha enviado hasta acá, al reino de los cielos, prefiero
callar, y esperar mejor a que ella suelte toda la pita.
—¿Y ese par de alas? ¡Cómo se te ven de
primorosas! Recién ahora, al descubrir que somos un par de querubines con alas
escamosas, azules y rosadas, nos desternillamos de risa, y poco a poco
empezamos a olvidar nuestros rencores.
—Oye, gorda, cuéntame una cosa; ¿cómo hiciste
para llegar hasta acá? ¿Le pagaste al Jefe dinero por debajo de cuerda?
—No negra, no seas tan mal pensada. Está bien
que yo mientras estuve en Fantasio, hice embarradas, pero después me regeneré.
—No sea mentirosa, gorda. Una mujer que haya
matado a otra de una puñalada, no debe estar aquí. El Jefe puede perdonar todo,
menos esas cosas...
—Espera no más, te cuento, y te darás cuenta
que El Jefe también me perdonó a mí. ¿O acaso, tú eras en aquellos tiempos,
como ahora, un lindo angelito?
—No, pero yo nunca maté a nadie. En cambio,
tú....
—Bueno, yo pagué eso y otras cosas con mi
vida.
Y
empezó a echar su historia que nadie (sólo El Jefe, que a veces se hace el de
la vista gorda) le creía.
Después
que te propiné la puñalada donde ya sabemos, pagué diez años en El Buen Pastor.
Él iba cada domingo, que era el día de visita, y se quedaba todas las tardes
conmigo. Cuando no iba yo sabía que estaba contigo en el cementerio. Hasta que
un día quedé embarazada y para que el niño pudiera nacer tuve que pagar con mi
vida.
No
te creo, gorda, pero ya que estás aquí en el paraíso celestial, con esas alas
de yo no fui y ese trasero inconfundible que se parece al nevado del
Ruiz a punto de explotar, no me queda otra alternativa que creerte y aceptarte,
pues al fin al cabo, aquí en la bóveda celeste, todos somos iguales.
—¿Y él? Cuéntame de él.
—Él, luego que supo que tú y yo estábamos
muertas, se sumió en el silencio más profundo, y empezó a ir todas las noches
al bar.
—¿A Fantasio?
—Sí, a Fantasio. Era como si nunca se quisiera
desprender de nosotras.
—¿Y tarareaba "Capullito de alhelí",
la canción del Jefe que más le gustaba?
—Sí, hasta que lo enamoró María Eugenia Ortiz.
¿Te acordás de Mariú?
—¡Esa lo que es no entra al cielo!
—¿La negra Mariela? ¿La dueña de Fantasio?
—Esa tampoco.
—¿Myriam Bocanegra Martínez?
—Menos.
—¿Celia Cruz Alfonso?
—Vamos a pensarlo.
Bueno,
negra, pero organicémonos mejor estas alas y maquillémonos un poco esta
palidez, que de pronto llega El Jefe y nos encuentra desarregladas.
Cali,
1990