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Germán Espinosa |
Por Fabio Martínez
Bajo una hermosa cubierta donde aparece el cuadro "La verdad
saliendo de las profundidades para castigar a la humanidad", que se
encuentra en el Museo de Arte y de Arqueología de Moulins, el año pasado
apareció publicada en Francia por la Editorial La Différence y por la Unesco
la novela La tejedora de coronas, del escritor colombiano Germán
Espinosa. Un año después de este acontecimiento literario, la obra que figura
en francés bajo el título de La carthagénoise -La cartagenera- ha
penetrado en el imaginario del mundo francés, como lo han hecho pocas y exquisitas
obras de nuestra literatura en el exigente mundo de la cultura europea. De
nuestras obras de arte y literatura que han pasado por el fuego de la
imaginación y hoy hacen parte del patrimonio cultural de la humanidad son Cien
años de soledad y la obra visual de Fernando Botero.
De un año para acá, de París a Dakar y de Montreal a Port-au
Prince las revistas y periódicos culturales no dejan de hablar de Genoveva
Alcocer, la hermosa poseída de Cartagena de Indias que encerrada en un viejo
caserón del barrio de San Diego, en 1700, y en plena época de la Inquisición,
soñó haciendo el amor con los científicos e intelectuales de la época.
Encerrada en su cuarto por orden de Cristina Goltar, la madre de Federico, el
joven astrónomo con quien ella ve frustradas sus relaciones eróticas realiza un
viaje de la imaginación por la Europa de Luis XIV, que termina -como pasa con
ciertos periplos científicos- en el acto de la cópula.
La dulce y voluptuosa mujer que es rechazada por la gazmoñería
colonial de la ciudad y llamada dadora universal, alma endemoniada, pecadora
execrable aprovecha el paso por Cartagena de Indias de los geógrafos
Pascal de Bignon y Guido Aldrovandi que en dirección a Quito van a corroborar
el mapa-mundi de Mercator traducido del latín en 1613, y se engancha como
ayudante de los científicos. Así logra llegar a París, aquella ciudad caótica
llena de luz y sombras, como era el París de 1700, y conoce a François-Marie
Arouet, Voltaire, quien la salva en una callejuela de ser robada por un ladrón
de la ciudad. A partir de allí, Genoveva, que quiere decir tejedora de
coronas, llevará una vida intensa como difusora clandestina de las nuevas
ideas, llena de folleos y posesiones con Voltaire, quien lo perderá muy
pronto para ganarlo la humanidad, con los jóvenes geógrafos que ante la
partida del escritor francés en misión diplomática a Holanda y para no terminar
mendigando en la ciudad, le consiguen un puesto como criada en el Observatorio
de París, con el joven Jean Trancavel, protegido del geógrafo Guillaume
Delisle, con quien fornica ante la mirada cómplice de su madre Margante, y con
la alucinada Marie, quien termina a su vez matando de una manera atroz a Franz,
con quien Genoveva practicaba sus artes amatorias en la bañadera del castillo
del barón Von Glatz.
Como podemos apreciar, por aquel lecho eternamente solo y
fantasmagórico del viejo caserón de Cartagena de Indias pasa toda la inttelligentia
de la época y la imaginación de Genoveva es tan rica y desbordante, que posa
desnuda para el pintor palaciego Hyacinthe Rigaud, y sueña haciendo el amor -un
sueño dentro de otro sueño- con el rey Luis XIV de Francia.
Al final, luego de su periplo por España y por Estados unidos
donde se entrevista con Georges Washington con el propósito de difundir los
designios de la Logia, Genoveva Alcocer terminará ejecutada en la hoguera a
finales de siglo -como se lo anunciara el astrólogo Henri de Boulainvilliers-
por la Inquisición de Cartagena de Indias.
La tejedora de coronas es la
historia de una posesión.
La importancia de la obra de Espinosa para el mundo francófono y
en general para el mundo (dentro de muy pronto tendremos la novela en inglés y
en libro de bolsillo), reside en el hecho de que por primera vez la
posesión no es vista a través de la mirada del europeo, sino de la poseída, de
la víctima. ¿De qué habla la palabra de la poseída? ¿De qué habla aquel monólogo
intenso y desbordante de Genoveva, prisionera en 1700, en un caserón de Cartagena
de Indias? Del otro, de Voltaire.
En su eterno encierro, a la poseída -como a las brujas de los
claustros de Loudum, de Aix, de Toledo y de Cartagena de Indias- no les queda
otra alternativa que llenar su vacío con la imaginación que es deseo y posesión
del otro; y aunque su monólogo se exprese a través de un Yo continuo y
desbordante que no termina sino con la muerte en la hoguera, la poseída
hablará en realidad del otro.
Por eso
su discurso es transgresor, alterado, y transgredir quiere decir
"atravesar, ir hacia el otro".
De la
pasión se pasa al deseo y posesión del otro. Hay alguien que habla en mí,
dice el discurso de la poseída, y ese alguien no es otro que Voltaire y toda la
intelectualidad europea que pasa por la imaginación de Genoveva Alcocer.
Por esto,
la obra de Espinosa empieza a encantar en Europa y América del norte. Porque es
una historia de la posesión, ya no vista desde la mirada del europeo sino desde
el punto de vista de la bruja, de la poseída del "demonio", cuya
palabra no sólo ha sido condenada por los incineradores de la época, sino
también por ciertos incineradores de este siglo, que no pueden imaginarse otros
mundos si no es a nombre de la lógica y la razón pura.
Paracelso
ya lo decía en 1527, la imaginación es como el sol cuya luz no es tangible,
pero puede ponerle fuego a la casa. La imaginación conduce la vida del hombre.
Si él piensa en el fuego, se quema, si piensa en la guerra hará la guerra. Todo
depende del deseo del hombre de ser sol, es decir, de ser totalmente lo que él
quiere ser. Por eso el mismo Paracelso cuando quemó sus libros de medicina en
Bále reconoció que él no sabía más de lo que había aprendido de las brujas, y
Goethe sugeriría más tarde que había que ponerle atención a la palabra de la
bruja.
Por su
naturaleza -dijo Michelet un siglo después- ella es femenina, porque ella misma
la ha hecho bruja, por el amor ella es maga, por su delicadeza y malicia es
hechicera; encerrada en casa ella posee sueños y dioses, es vidente y tiene el
ala infinita del deseo y del sueño; para contar el tiempo ella observa el
cielo, para la tierra es todo corazón y gusta conocer a sus amantes y
entregarse a ellos en cuerpo y alma.
Parece
ser que el lector francés leyó esto en el discurso de Genoveva Alcocer, y se
dejó poseer por su palabra.
Así pues,
como hace treinta años, Cien años de soledad se reconoció en Europa
-Macondo hoy es universal-, La tejedora de coronas empieza a poseer el
mundo, quizás como no lo han hecho los manuales de historia ni los raquíticos
estudios estructuralistas, porque aparte de ser una historia de una posesión
es también una obra de la imaginación y de la memoria del siglo de las luces.