Cuento de El escritor y la bailarina de Fabio Martínez
El Espectador
A don Guillermo Cano
In
Memoriam
Nos conocimos en el Magazín Dominical de El
Espectador. Exactamente, en las páginas finales de este semanario cultural
donde el director acostumbraba a publicar a los jóvenes escritores que comenzaban
a descollar en el cerrado mundillo de las letras hispanoamericanas. Las
primeras páginas, como era costumbre, estaban dedicadas a los escritores
consagrados y a alguno que otro lagarto literario que era amigo del director o
de los dueños del periódico. La portada, por supuesto, era exclusividad de un
pavo real que en ese momento estaba de paso por Bogotá y había acabado de ganar
el Premio “Cervantes”.
El placer más grato que teníamos los lectores
era abrir cada domingo las páginas del suplemento y sentir el olor a tinta
fresca que brotaban de sus hojas; el fuerte olor a tinta tipográfica que se
confundía con la textura suave y delicada del papel.
Si por una decisión terca del director
descubríamos, de pronto, un artículo nuestro, así fuera publicado en las
últimas páginas, el placer era tan grande, que nos pasábamos todo el domingo en
pijama releyendo el Magazín.
Fue, justamente, en aquellos años que lo
conocí. Al principio, como un lector que
se acerca desprevenidamente a un texto, comencé a leerlo sin hacerme demasiadas
ilusiones. Debo decir que en ese momento de la lectura, el hombre era todavía
un ser anónimo que carecía de cuerpo, y si se quiere, de espíritu. Pero a
medida que fui penetrando entre sus líneas, el hombre fue cobrando una dimensión
inusitada, tenía un cuerpo, poseía una voz y una presencia arrasadora
innegable, que cada domingo me obligaba a buscarlo afanosamente en las últimas
páginas de la revista dominical.
Como el joven escritor no hacía parte del
Santo Oficio de las Letras hispanoamericanas, debo confesar que en más de una
ocasión lo colgaron en el
periódico, dejándolo en el silencio más
absurdo.
Debo advertir que cuando hablo de hombre es sólo una veleidad machista de
mi parte, pues a pesar de que sus textos venían firmados con un nombre
masculino, en sus escritos, que eran rigurosos en su forma y precisos en su
contenido, no era fácil identificar el sexo del autor. Con él se producía algo
parecido al caso de George Sand, la escritora francesa que firmaba con un
apelativo masculino para ser publicada y así burlarse de la censura de la
época. La escritora de marras se llamaba en realidad, Aurore Dupin, la baronesa
Dudevant, autora de El pantano del diablo.
Cuando te acercabas a los pliegues del texto,
no importaba quien estaba detrás de esas formas y de esas líneas. No tenía
sentido preguntarse si allí se refugiaba un hombre, una mujer o un ambidextro.
Lo cierto es que apenas el voceador de periódicos llegaba a la puerta de tu
casa con El Espectador y te lo
entregaba a cambio de unas monedas, tú, enseguida, buscabas con ansiedad las
últimas páginas del Magazín.
Así fue surgiendo una amistad cómplice y
profunda entre tú y él; o entre tú y ella (para que le hagamos justicia a las
mujeres). Fue creándose una hermandad incondicional con ese hombre o esa mujer
invisibles que cada cierto tiempo, cuando al director le daba la gana
publicarlo, aparecía en cuerpo y alma, así fuera en las páginas rezagadas del
suplemento.
En alguna ocasión, con el ánimo voyerista de
querer saber más sobre él o sobre ella, escribí una carta a la Sección del lector,
sugiriéndole que por qué razón no hacía que metieran sus excelentes artículos
en las primeras páginas, a lo que él me contestó que no era necesario porque
él, algún día, iba a desaparecer.
Hasta que una mañana los bárbaros le pusieron
una bomba a El Espectador dejando en ruinas el viejo edificio de la avenida 68.
Cuando vi las primeras imágenes por la
televisión, lo primero que pensé fue en mi viejo amigo que había conocido en el
Magazín. En el camarada cómplice que
cada domingo —cuando no lo colgaba el
director— me mostraba los pliegues de sus formas alimentándome mi espíritu. Mi
gran amigo o amiga, que conversaba conmigo cada domingo en casa, al calor de un
café. Lo busqué entre las imágenes siniestras que pasaban sin cesar por la
televisión, y en medio de los escombros, felizmente, no lo hallé.
El carro bomba con 135 kilos de dinamita fue
un golpe bajo al país y a la libertad de expresión.
Pasaron varios años y no volví a tener
noticias de mi amigo.
Hasta anoche que aburrido de estar sentado
frente a la pantalla de la televisión, abrí la otra pantalla, la de mi laptop, y me encontré de nuevo con
aquella sonrisa fresca y burlona que había perdido hacía algún tiempo. Allí
estaba mi amigo invitándome al placer sublime de la lectura, al delicioso juego
intelectual que produce la memoria.
Era extraño y, hasta cierto punto, demencial:
el hombre o la mujer que había conocido en el Magazín Dominical de El
Espectador hacía algunos años, ahora estaba allí, pero no era real, ya no
olía a tinta fresca ni tenía la suave y delicada textura del papel.