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Garmendia |
Por Fabio Martínez
En las postrimerías del siglo XX
¿cuál es la novela del nuevo siglo que desde ya se vislumbra como un período
altamente exigente, múltiple y competitivo?
Después
de fenómenos tan importantes como son la novela filosófica europea, el boom
latinoamericano, el surgimiento de la narrativa africana, y la novela clandestina
de los países del Este que, por las condiciones penosas en que se escribió y
por su calidad indiscutible, va a ser novedad y moda en la presente década,
¿cuál es la propuesta de los novelistas, para el lector del siglo XXI? Y en
esta perspectiva, ¿cuál es la propuesta de un escritor tan nuestro, como lo es
Salvador Garmendia, que cuenta con una de las obras más ricas y extensas del
continente, trabajada a lo largo de cuarenta años?
La muerte
de la novela
En Europa
y, particularmente, en Francia e Italia, se viene hablando de la crisis
de la novela; crisis que debe entenderse no como la muerte de este
género -según expresión de cierta crítica que seducida por la ilusión que
produce la televisión y, sobre todo, el mercado, confunde y desvirtúa los
diferentes universos imaginarios, necesarios para el espíritu humano-, sino que
debe interpretarse como la necesidad cada vez de reinventar nuevos lenguajes,
que le permitan al lector de nuestros días, mirarse de nuevo, como un bruñido y
policromado espejo.
La última
novela, según esta crítica apocalíptica, tendrá como tema central, la guerra y
la podremos ver por la pantalla del televisor.
Esta
situación deprimente, por fortuna es ajena a nuestro continente. Y esto,
debido a que nuestra literatura, al contrario, por ejemplo, de una literatura
francesa o anglosajona, se ha cocido en un contexto relativamente nuevo, donde
el lenguaje y la imaginación están en permanente cambio y movimiento. El
lenguaje y, sobre todo, la imaginación en América Latina son tan ricos, que no
sólo han servido en esta segunda mitad de siglo que está a punto de fenecer,
para que se produzca una literatura vigorosa, sino también que han servido
para producir en el campo de la política las más vergonzantes aberraciones.
Es en
esta difícil paradoja que se debe ubicar la obra del escritor venezolano
Salvador Garmendia. El escritor venezolano irrumpe en la literatura, en 1959,
con Los pequeños seres. Desde esta primera obra que según la crítica
venezolana de la época, fue considerada como una novela “fresca, violenta y
extrañamente madura”, el escritor anuncia los presupuestos
simbólicos en que se va a desarrollar la mayor parte de su obra: la mitología
urbana con sus escenarios mórbidos y desoladores, el desquiciamiento paulatino
del individuo, y la forma de narrar fragmentada y yuxtapuesta, influencia del
cubismo europeo y del cine, y que adoptaron no pocos novelistas de su
generación. Todo esto, escrito maravillosamente en un lenguaje lírico y áspero:
"Contamos pocos momentos de felicidad verdadera. La dicha se reparte
en pequeños pulsos sobre esta corriente de los días que arrastra tantas cosas
irreconocibles. Muchos días, muchas largas cadenas de días no nos pertenecen.
Doblamos numerosas hojas en blanco sobre capítulos de tedio o de fatiga. Por
las noches, nos extendemos sobre la espalda adolorida: la ciudad duerme encima
de nosotros... Somos ese otro ser y miles de seres. Pero no solemos ser
felices...” (1).
Garmendia
y el boom latinoamericano
En 1961,
fecha inaugural del boom latinoamericano, Garmendia publica la novela Los
habitantes. Recordemos que en esa misma fecha, García Márquez y Juan
Carlos Onetti, publicaran en su orden El coronel no tiene quien le escriba y
El astillero: en 1962, Car-pentier y Fuentes El siglo de las luces y
La muerte de Artemio Cruz; y al año siguiente, Cortázar y Vargas Llosa
aparecerán con Rayuela y La ciudad y los perros. Como puede
apreciarse, ésta es la atmósfera literaria en la que se desenvuelve Garmendia
y, aunque no figuró oficialmente como miembro del boom, Garmendia, así como
sucedió con Rulfo y Onetti, para sólo destacar dos nombres importantes,
contribuyó con su obra a dar la vuelta de tuerca que tanto necesitaba nuestra
literatura, y a ponerla a la altura de las corrientes literarias universales.
En aquel
momento, tres corrientes fundamentales se desarrollaron de México hasta
Argentina, logrando crear por primera vez una sólida y compleja narrativa, que
enseguida llamó la atención a la crítica literaria europea y norteamericana,
siempre renuente a nuestros procesos literarios y culturales: el mundo
mítico-mágico, el mundo del barroco y el mundo de lo fantástico.
Justamente,
es en esta convergencia múltiple y compleja, que sólo podía ofrecer un
continente como América Latina, con su riqueza y diversidad, que debe interpretarse
el universo literario de Garmendia y, sobre todo, su estilo. Garmendia parte
del lado oscuro de la ciudad y, a partir de allí, va creando una intrincada
trama de escenarios fragmentarios y dislocados, donde siempre se mueve un
anti-héroe, que en la medida en que es focalizado por un narrador subjetivo
(ver Los pies de barro), o un narrador distante pero profundamente
implicado en el destino de ese héroe (ver Los habitantes], crea un
universo totalizante. A ese duro periplo del héroe de Garmendia, que casi
siempre está sometido a vivir situaciones extremas, que lo conducirán al
infierno de la locura y el desajuste social, ese que Ángel Rama llamó hace
veinte años, la "memoria ancestral de Garmendia". Y esto es
pertinente, pues el héroe en Garmendia, a pesar de la sordidez, lo mundano, los
malos olores y la escatología que lo atraviesa, está cumpliendo la función de
ser "inconsciente colectivo”, memoria colectiva de la especie
del hombre latinoamericano.
"No conocía
a nadie allí y en cambio me empezaba a gustar aceleradamente la mujer del
tipito de los anteojos, tan horrorosamente limpio y pulido de punta apunta y
despidiendo brillo, que llega a recordarme una de esas salas de baño
impecables, aromatizadas con pastillas de olor. Pero su mujercita era otra
cosa: tenía chispa; una chispa gatuna y afilada que le saltaba de los ojos y
¿ahí estaba yo? Asomado entre dos cabezas ridículas para disfrutarla a mi
antojo. Me empezaron gustando sus pechitos tiernos, revelados por una de esas
cotas vidriadas que toman fuego a cada oscilación de sus pliegues: dos
peloticas trémulas, que una vez desnudadas y acorraladas por sucesivas
bocanadas de aliento, provocaría exprimir de la base hacia arriba, poco a
poco, hasta verlos soltar su masita amarilla por las puntas y después el
ceñido de unos pantalones Saint Tropez que le apretaban las caderas de una
manera entre ambigua y resuelta, dándole cierto dengue de mariquito descarado,
hasta que se dio cuenta de que la estaba mirando en dirección a los países
bajos y se mordió los labios" (2).
El
capitán Kid y la novela del nuevo siglo
Después
de 1973, fecha de publicación de Los pies de barro, Garmendia
canalizará sus esfuerzos en el relato, en el que ya venía incursionando desde
1965, con sus libros Doble fondo y Difuntos, extraños y volátiles,
este último publicado en 1970. De esa época son Memorias de Altagracia
(1974). El inquieto anacobero y otros relatos (1976) y El brujo
típico y otros relatos (1979). Y es a partir de 1981, donde Garmendia,
quizás por su obsesión de querer imprimirle una totalidad a su universo
literario, retoma nuevamente la novela con El único lugar posible, y se
dedica a escribir bajo el auspicio de la Fundación Guggenheim, El capitán
Kid, una "novela de corte lírico-fantástica, llena de imaginación y
vitalidad, donde el escritor, como en un maravilloso sueño, vuelca toda su
experiencia literaria a la infancia, a su origen.
El
capitán Kíd, al contrario de su producción novelística
anterior, y cuyo escenario principal giraba alrededor de Caracas, se
desenvuelve en Barquisimeto, ciudad natal del escritor. Ciudad que simboliza
parto, origen, nacimiento y que, dentro de la tradición literaria, como puede
apreciarse en Retrato del artista adolescente de Joyce y El
tirachinas de Ernest Jünguer, simbolizan el período de gestación
sentimental, que todo artista vive entre los siete y los catorce años.
Por esta
razón y por su excelente factura literaria, donde Garmendia nos muestra lo que
significan cuarenta años de oficio, es que El capitán Kid es una novela
de ruptura y, al mismo tiempo, es puente de unidad, no sólo con su obra pasada,
sino con lo que está por llegar.
La
novela, pues, del próximo milenio, sobre todo en este lado del planeta, se
empieza a trazar. La confluencia, por un lado, de tres o cuatro generaciones
que están en plena producción, el legado y tradición que nos van dejando importantes
períodos (verbigracia, el boom latinoamericano), y nuestra propensión
sobrenatural a contemplar la vida bajo el lente mágico de lo imaginario y lo
simbólico, son apenas algunos indicios que nos permiten alejarnos, felizmente,
de aquella idea fanática de la novela. Si se quiere, la novela en América
Latina está tan viva como la muerte. "Si en diferentes momentos de mi vida
-dice Salvador Garmendia- me hubiera preguntado por qué escribo, la respuesta
hubiera sido distinta cada vez y de una manera u otra estaría siempre cercana a
la verdad.
Pero, el
caso es que me estoy acercando peligrosamente a una edad donde estas variantes
ya no son enteramente posibles; no van quedando márgenes suficientes donde
trazarlas, y el camino vuelve a ser, como en la infancia, uno solo. Por
ejemplo, cuando tenía doce años escribía porque lo soñaba: y ahora mismo siento
que esta respuesta vuelve a cobrar vigor, por lo menos como una aspiración o
un desafío" (3).
Notas
(1) Garmendia. Salvador. Los
pequeños seres. Monte Avila Editores. Caracas. 1979. Págs. 74-75.
(2) Garmendia, Salvador. Los pies de barro.
Círculo de Lectores. Bogotá, 1972. Pág. 8.
(3) Revista Quimera
No 6. Bogotá. Sept.-Oct. 1990. Págs. 43-44.