De Club social Monterrey de Fabio
Martínez publicamos uno de sus cuentos
El ABC de la lectura
Mamá me
arrastra de la mano por una calle destartalada llena de barro, y me tira como
un potro que se lleva del cabestro porque va a llegar tarde al trabajo; paramos
en una esquina; subimos a un bus rosado que tiene la carrocería oxidada por el
salitre.
Mamá paga
con una moneda de cincuenta centavos; después de hacerme pasar por debajo de la
registradora, me ofrece la ventanilla para que desde allí yo pueda ver el
mundo. En Buenaventura, son las cinco de la tarde. Al contrario de mi abuelo,
mamá trabaja de noche, y duerme de día; como los serenos. La cojinería del bus
está llena de corazones flechados con cortadas violentas de navaja; en el
centro de los corazones hay letreros hechos con navaja, que dicen: «Carmen y
Obdulio se aman». En los manubrios de hierro oxidado hay letreros que dicen:
«Pablo es marica». «Mariela es una víbora».
Voy feliz
sentado al pie de la ventanilla, leyendo los letreros que pasan volando frente
a mí; mamá va a mi lado con un vestido rojo ceñido a su cuerpo, una
cartera
roja y los zapatos rojos. Tacones rojos que se alejan de la casa de madera,
haciendo toc-toc. Mamá me mira con su sonrisa escarlata, y se sorprende de que
esté leyendo tan rápido y de corrido; mientras leo para ella, los tacones cesan
de sonar: «Peluquería El corte inglés»; «Se alquila pieza»; «Pescadería
Ultramarino»; «Escuela Remington de comercio, para señoritas»; «Tienda del
Paisa. Tome Coca-Cola, la chispa de la vida»; «Fritopez, especialidad mariscos
y camarones»; «Colegio Pascual de Andagoya. Dios y patria»; «Imprenta Bolivariana»;
«Refugio del Marino»; «Se enseña inglés por correspondencia»; «Floristería La orquídea»;
«Funeraria El último suspiro»; «Zona franca, prohibida la entrada a
particulares»; «Se arreglan cadáveres a domicilio»; «Casa de la cultura China»;
«Bar de-Lito»; «Se hacen riegos, se leen las cartas y el tabaco».
Mamá
timbra; cuando descendemos, sus tacones vuelven a sonar. Toc-toc-toc. Hemos
llegado al barrio La Pilota. Una calle larga y torcida, donde las casas
tienen un
bombillo rojo sobre la puerta, y algunas llevan avisos pintados en latas de
zinc.
«¿Por qué
en el barrio las casas tienen bombillos de colores?». «¿Por qué nuestra casa no
tiene bombillo de colores?»; pregunto a mamá, pero ella se hace la de la vista
gorda, y halando con fuerza del cabestro que es mi brazo, me dice que va a
llegar tarde al trabajo. Entonces pienso que no tengo remedio y continúo
leyendo en voz alta los avisos para demostrarle a ella que ya puedo leer de
corrido sin equivocarme, gracias a las lecciones del abuelo.
«Grill La
Tropibomba, no cover»; «Grill Las Tarántulas, siga usted»; «Bar- Restaurante La
Portuguesa. Hoy: Cazuela de mariscos, toyo en salsa y arroz a la marinera»;
«Estanco oficial, abierto 24 horas del día»; «Grill Las muñecas, show de media noche»;
y «Club Social Monterrey. Ambiente familiar», donde nos detenemos.
Mamá toca
con una piedrita en el viejo portón, y grita: «¡Luz Dary, abrí que voy a dejar
al niño!». El portón se abre, y antes de que aparezca Luz Dary con su
levantadora de seda japonesa, Sol se adelanta, y me da un beso en la mejilla.
—Hola, Luz
Dary —dice mamá—; ¿será que puedo dejarte esta noche al niño para que juegue
con Sol?
—Claro,
Jenny. —dice Luz Dary, medio dormida.
—Bueno,
mija, me voy porque voy a llegar tarde al trabajo.
Mamá es
jovencita; yo lo sé porque cuando cumplió veintidós años, le dibujé un par de
gavanes que volaban sobre la playa, y ella me agradeció, pero me dijo que nunca
se lo contara a nadie. Mamá le da un beso a Sol en la mejilla, otro a mí, y
cuando se da vuelta para entrar por la puerta del club donde ella dice que
trabaja como cantante, siento cómo los pasos de sus tacones se van alejando de
mí. Toctoc-toc.
El viejo
portón se cierra, y yo me quedo encerrado con Sol en la casa vecina del
Monterrey.
Atravesamos
el zaguán; luego desembocamos en un gran salón amplio lleno de mesas y
asientos, donde está míster Robert —el padre de Sol— detrás de un mostrador,
secando vasos y copas. Al verme, levanta la mano, y me saluda en un idioma
fuerte y extraño que yo no comprendo. Doña Luz Dary que en ese instante se
dirige al baño, nos dice que bajemos al patio para que «no molestemos a papá».
«Papá» es míster Robert; aunque a pesar de mis cortos años sé que él no es mi
padre.
«Mamá,
¿quién es mi padre?»; le pregunté una vez a mi madre, y ella me contestó que
había muerto.
Nunca le
creí. Con Sol bajamos corriendo al patio, que en realidad no es patio sino una
playita que queda en la parte de atrás de la casa. Allí míster Robert tiene su criadero
de gavanes. Sol me lleva de la mano hasta donde están las aves, y me las
presenta. «Este es Catrancio», me dice, y el pelícano nos muestra su pico
córneo y alargado, su piel seca, tostada por el sol, y su membrana rojiza que
le sirve para regurgitar los alimentos. «Este es Ruperto», de tez morena y brillante,
y nos muestra sus alas y sus pies planos.
«Este
último es Tiresias», y nos cuenta que perdió la visión por estar clavando en el
mar desde las grandes alturas.
«Tiresias»
no nos ve, pero apenas le acariciamos su cabeza mueve las alas, y se pone contento.
—¡Tú eres
como los gavanes! —Grita Sol, para que yo la corretee detrás de las aves—.
¡Hola,
Gaván; a qué no me coges!
Me toco la
nariz, y siento que esta parte de mi cara es enorme para los años que tengo.
Sol tiene razón; cuando tenga veintidós años, la edad de mi madre, seré un
monstruo antediluviano. Luego, correteamos alrededor de «Catrancio», «Ruperto»
y «Tiresias» hasta agotarnos, mientras adentro, en el salón, míster Robert
alega solo en una lengua que nadie comprende.
—Tu papá,
¿de dónde trae los gavanes?
—No; cuando
están heridos o viejos, ellos buscan las playas como éstas donde deciden morir.
—Pero yo
los veo muy vivos.
—Sí; porque
mi padre los cura y los alimenta.
—¿Y ese
cajón de paja?
—¡Cuidado,
Gaván! Allí hay una gavana calentando sus huevos, y te puede picar.
Luego,
llueve; en Buenaventura llueve, llueve, llueve; caen rayos y centellas como si
el cielo se fueran a despedazar. Corremos y enseguida nos refugiamos donde
están los chécheres de míster Robert; allí encontramos una litera de un viejo
barco, carcomida por el salitre. Volvemos a escuchar los gritos del capitán que
nos llama porque va a subir la marea; nosotros no le hacemos caso, y
aprovechando la tormenta, nos echamos sobre la litera, y empezamos a hacer
cositas ricas.
—¿Jugamos
al papá y a la mamá? No, mejor, juguemos al médico y la enferma.
Sol se
acuesta boca arriba en la litera; me pongo un delantal viejo que encuentro
entre los chécheres, y con voz de médico le ordeno que se quite la blusa.
Ella,
acostada en la litera, se queja del dolor. Observo sus pezones que parecen un
par de limoncitos, y auscultándole la zona del dolor, le pregunto: «¿Dónde le
duele, señorita? «Aquí, aquí», y sin dejar de quejarse, señala más abajo; le
ordeno que se quite la falda escocesa; cuando llego a la altura del pubis, ella
se queja con más fuerza, mientras afuera el mundo parece que se va a derrumbar;
cuando llego al pubis, ella grita, y yo le digo que ya pasará, ya pasará.
Luego, alisto un clavo oxidado, y le digo que le voy a aplicar una inyección
contra el dolor, ella me suplica que no, y cuando voy a aplicársela, descubro que
Sol tiene un lunar escarlata en su nalga derecha; como mi madre.
Afuera, en
el mar, la tormenta ha cesado. Míster Robert y doña Luz Dary nos llaman para
que vamos a comer; subimos a la cocina donde un chino nos sirve el arroz con
coco y el pargo rojo. Míster Robert luce un vestido de lino blanco; doña Luz
Dary, un vestido negro salpicado de lentejuelas; ambos parecen que están
arreglados para una fiesta. Doña Luz Dary es tan bonita como mi madre, y nos
coge a cada uno de la mano; mientras caminamos hacia los camarotes, nos va
diciendo: «Bueno, niños, a dormir, que ya han jugado bastante».
Sol y yo
nos acostamos y caemos vencidos por el sueño; como un par de muñecos de
plastilina. Mientras duermo, sueño con los pasos de mi madre que se alejan cada
vez más de mí. Toc-toc-toc.